Historia
de la Reina de la Mañana
y
de Solimán, Príncipe de los Genios
Traducción: Esmeralda de Luis, del "Voyage en Orient" de Gérard de Nerval
de la Reina de la Mañana
y
de Solimán, Príncipe de los Genios
Traducción: Esmeralda de Luis, del "Voyage en Orient" de Gérard de Nerval
- 0 - O - o -
I. Adonirám
Para atender a los deseos del gran rey
Solimán Ben Daoud[1],
su siervo Adonirám había renunciado desde hacía ya diez años al sueño, a los
placeres y a la alegría de la buena mesa. Maestro y jefe de legiones de obreros
que, semejantes a multitud de abejas, competían para construir aquellas
colmenas de oro, cedro, mármol y bronce que el rey de Jerusalén destinaba a
Adonay y a su mayor gloria; el maestro Adonirám[2]
pasaba las noches dibujando planos, y los días, modelando colosales estatuas
destinadas a adornar el edificio.
Había
establecido, no lejos del templo inacabado, forjas en las que sin cesar
resonaba el martillo, fundiciones subterráneas por las que el bronce líquido se
deslizaba a lo largo de cientos de canales de arena, tomando la forma de
leones, tigres, dragones alados, querubines, e incluso genios extraños y
terribles… razas ignotas, medio perdidas en la memoria colectiva de los hombres[3].
Cientos
de miles de artesanos sometidos a Adonirám daban forma a sus tremendas
creaciones: había treinta mil fundidores; albañiles y canteros formaban un
ejército de ochenta mil hombres; setenta mil peones ayudaban a transportar los
materiales. Diseminados en numerosas cuadrillas, los carpinteros dispersos por
las montañas abatían pinos seculares hasta llegar al desierto de los escitas y
a los cedros de los montes del Líbano. Gracias a tres mil trescientos
intendentes, Adonirám ejercía su mandato
y mantenía coordinada aquella población de obreros, que funcionaban a la
perfección.
Sin
embargo, el alma inquieta de Adonirám presidía con una especie de desdén
aquellas obras grandiosas. Llevar a cabo una de las siete maravillas del mundo
le parecía un encargo mezquino. Cuanto más avanzaba la construcción, más
evidente se le hacia la debilidad de la raza humana, y se lamentaba aún más por
su incapacidad y los torpes medios de sus contemporáneos. Apasionado por crear
y aun más apasionado a la hora de materializar sus ideas, Adonirám soñaba con
obras gigantescas; su cerebro bullía como un horno, inventando sublimes
monstruosidades, y mientras que su arte era admirado por los príncipes hebreos,
solo él se sentía avergonzado por los mediocres proyectos que se veía obligado
a llevar a cabo.
Era
un personaje sombrío, misterioso. El rey de Tiro, que lo había contratado, se
lo había enviado como presente a Solimán. Pero ¿cuál era la patria de
Adonirám?, ¡nadie lo sabía!. ¿De dónde venía? Misterio. ¿Dónde había
profundizado en los elementos de un saber tan práctico, profundo y complejo?
Imposible de saber. Daba la impresión de que era capaz de crear, adivinar y
hacer cualquier cosa. ¿Cuál era su origen? ¿A qué raza pertenecía? Ese era el
mayor de sus secretos, y el mejor guardado de todos: no era importunado con
preguntas sobre ese punto. Su misantropía le convertía en un extranjero y un
personaje solitario en la línea de los hijos de Adán; su ingenio brillante y
audaz le colocaba muy por encima de los hombres, que bajo ningún concepto se
consideraban hermanos suyos. ¡Él participaba del espíritu de la luz y del genio
de las tinieblas!
Indiferente
a las mujeres, que le contemplaban arrobadas y jamás coqueteaban con él;
también despreciaba a los hombres, que evitaban el fuego de su mirada;
desdeñando asimismo el terror que inspiraba su aspecto imponente, a causa de su
gran estatura y robustez, así como de la impresión que producía su extraña y
fascinante belleza. Su corazón estaba mudo; solo la actividad del artista
animaba aquellas manos hechas para domeñar al mundo, y sostenerlo sobre sus
hombros.
Aunque no tenía
amigos, disponía de esclavos que lo adoraban, y se hizo con un compañero, solo
uno… un niño, un joven artista nacido de una de esas familias de Fenicia, que
hacía mucho tiempo que habían trasladado sus sensuales divinidades hasta las
orillas orientales del Asia Menor. De tez pálida, artista minucioso, dócil
amante de la naturaleza, Benoni había pasado su infancia en las escuelas, y su
juventud fuera de Siria, en esas fértiles orillas del Éufrates, todavía arroyo
modesto, en cuyas orillas solo se encontraban pastores entonando sus canciones
a la sombra de los verdes laureles salpicados de rosas.
Un
día, a la hora en que el sol comienza a declinar sobre el mar, un día en que
Benoni, delante de un bloque de cera, modelaba delicadamente un genio femenino,
estudiando la forma de adivinar la elasticidad y el movimiento de sus músculos,
el maestro Adonirám, acercándose, contempló durante un buen rato la obra casi
acabada y frunció las cejas.
“¡Lamentable trabajo! gritó; paciencia, gusto, puerilidades...
pero genio, en ninguna parte; tan solo voluntad y punto. Todo degenera, y el
aislamiento, la dispersión, la contradicción, la indisciplina; instrumentos
eternos de la pérdida de vuestras razas enervadas, paralizan vuestra pobre
imaginación. ¿Dónde están mis obreros? ¿Mis fundidores, mis carboneros, mis
herreros?... ¡Dispersos!... Esos hornos ya fríos deberían a estas horas temblar
con los rugidos de las llamas atizadas sin cesar; y la tierra debería haber
recibido las huellas de estos moldes salidos de mis manos. Mil brazos deberían
inclinarse sobre la fragua… y en cambio, ¡míranos aquí, los dos solos!.
- Maestro, respondió con dulzura
Benoni, esas gentes vulgares no son alimentadas por el genio que a ti te posee;
ellos necesitan reposar, y el arte que a nosotros nos cautiva a ellos les trae
sin cuidado. Han tomado vacaciones por todo el día. Las órdenes del sabio
Solimán han hecho un deber del reposo: Jerusalén bulle con los festejos.
- ¡Una fiesta! ¿Qué me importa? El
reposo… yo jamás lo he conocido. ¡Lo que me abate es el ocio! ¿Qué obra estamos
haciendo? Un templo de orfebrería, un palacio para el orgullo y la
voluptuosidad, joyas que un tizón ardiente reducirá a cenizas. Ellos llaman a
eso crear para la eternidad… Un
día, atraídos por el afán de un vulgar beneficio, hordas de conquistadores,
conjurados contra este pueblo débil, abatirán en unas horas este frágil
edificio del que solo quedara el recuerdo. Nuestras obras se fundirán en sus
antorchas, como las nieves del Líbano cuando llega el verano, y la posteridad,
recorriendo estos cerros desiertos, repetirá: ¡Era una pobre y débil nación esa
de los hebreos!...
- ¡Pero
Maestro!, un palacio tan magnífico… un templo tan rico, el más grandioso, el
más sólido…
- ¡Vanidad
de vanidades! como dice, por vanagloriarse, el señor Solimán[4].
¿Sabes tú lo que antaño hicieron los hijos de Enoc? Una obra sin nombre que...
aterrorizó al Creador: hizo temblar la tierra destruyéndola y con los restos de
aquella obra se construyó Babilonia… hermosa ciudad en la que se pueden hacer
volar diez carros por encima de sus murallas. ¿Sabes tú lo que es un monumento?
¿Conoces las pirámides? Ellas durarán hasta el día en que las montañas del Kaf[5],
que circundan el mundo, se hundan en el abismo. ¡Y no fueron los hijos de Adán
quienes los construyeron!
- Pero
se dice que…
- Mienten:
el diluvio ha dejado su huella en la cima. Escucha: a dos millas de aquí,
remontando el Cedrón, hay un bloque de roca cuadrado de seiscientos pies. Que
me den cien mil operarios armados de hierro y martillo; en ese enorme bloque yo
esculpiría la monstruosa cabeza de una esfinge… que sonreiría y lanzaría una
mirada implacable hacia el cielo. Desde lo alto de los nubarrones, Jehová la
vería y palidecería de estupor. Eso es un monumento. Aunque pasaran cien mil
años, al ver esta obra, los hijos de los hombres entonces sí que dirían: un
gran pueblo ha dejado aquí su huella.
- Señor,
se dijo Benoni temblando: ¿de qué raza ha descendido este genio rebelde?...
- Esas
colinas, que ellos llaman montañas, me dan pena. Si al menos se las trabajara
escalonando unas sobre otras, tallando sobre sus ángulos figuras colosales… eso
quizá podría valer algo. En la base, se podría excavar una caverna lo
suficientemente inabarcable como para alojar a una legión de sacerdotes; allí
podrían depositar su arca con sus querubines de oro y sus dos pedruscos, los
que ellos llaman tablas de la ley, y entonces Jerusalén sí que tendría un
templo; pero no, nosotros vamos a alojar a Dios como si fuera un rico seraf (banquero) de Memphis…
- Tus
pensamientos siempre sueñan lo imposible.
- Nosotros
hemos nacido demasiado tarde; el mundo es viejo, la vejez es débil; tienes
razón. ¡Decadencia y fracaso! Tu copias la naturaleza fríamente, trabajas como
el ama de casa que teje un velo de lino; tu alma estúpida se convierte de
pronto en esclava de una vaca, de un león, de un caballo, de un tigre, y tu
trabajo tiene como único objetivo el de rivalizar, imitándolos con un genio
femenino, una leona, una tigresa, una yegua;… esas bestias que tu modelas, pero
recuerda, esas figuras transmiten la vida con la forma. Pequeño, el arte no
está ahí: el arte consiste en crear. Cuando dibujas uno de esos ornamentos que
serpentean a lo largo de los frisos, ¿te limitas a copiar las flores y hojas
que reptan sobre la tierra? No: tú inventas, dejas correr el cincel al capricho
de la imaginación, entremezclando las más extrañas fantasías. Y bien, aparte
del hombre y los animales existentes, ¿acaso tu no buscas formas desconocidas,
seres innombrables, encarnaciones delante de las que los hombres han
retrocedido; terribles acoplamientos, figuras dignas de sembrar respeto,
alegría, estupefacción y terror?.
Acuérdate de los antiguos egipcios y de los artistas audaces y naifs de
Asiria. ¿Acaso no han sido arrancados de bloques de granito esas esfinges, esos
cinocéfalos, esas divinidades de basalto cuyo aspecto tanto detestaba el Jehová
del viejo David[6]?.
Contemplando a lo largo de los siglos esos terribles símbolos, se repetirá que
en otro tiempo existieron genios audaces. ¿Les importaba a aquellas gentes la
forma? Se mofaban de ella, y, orgullosos de sus creaciones, podían gritar al
creador de todo lo existente: esos seres de granito, ni siquiera tu podrías
imaginarlos y ni te atreverías a darlos vida. Pero el dios de la naturaleza os
ha doblegado bajo su yugo: la materia os limita; vuestro genio degenerado se
sumerge en las vulgaridades de la forma; se ha perdido el arte.”
¿De
dónde viene, se preguntaba Benoni, este Adonirám cuyo espíritu escapa a la
humanidad?
“Volvamos a
modestos pasatiempos que estén a la altura del gran Solimán, repuso el fundidor
pasándose la mano a lo largo de la frente, de la que despejó una selva de
cabello negro y rizado. Aquí tienes, cuarenta y ocho bueyes en bronce de un
tamaño bastante aceptable, otros tantos leones, pájaros, palmeras, querubines…
Todo esto es un poco más expresivo que la naturaleza. Todos ellos los tengo
destinados para soportar un gran mar de bronce de diez codos, fundido de una
sola vez; de cinco codos de profundidad y ceñido por un cordón de treinta
codos, enriquecido con molduras. Pero tengo que terminar algunos adornos. El
molde del gran recipiente ya está preparado, y temo que se resquebraje por el
calor del día: hay que darse prisa y, ya lo ves, amigo mío, los obreros andan
de fiesta y me abandonan… ¡Una fiesta! Dime, ¿Qué fiesta? ¿Para celebrar qué?
“...
El narrador se
detuvo en ese punto, había pasado media hora. Cada cual ya era libre de pedir
un café, sorbetes o tabaco. Comenzaron algunas conversaciones y comentarios
sobre la bondad de los detalles o acerca del atractivo que prometía la
narración. Uno de los persas que estaba sentado junto a mí, hizo la observación
de que esa historia le parecía extraída del Solimán-Nameh[7]
Durante esta pausa, ya que el reposo del narrador así
se denomina; al igual que cada velada completa se llama sesión; un niño que le acompañaba pasó entre la gente una escudilla
que colocó a los pies de su maestro en cuanto estuvo llena de monedas.
Entonces, el narrador continuó su relato con la respuesta que dio Benoni a
Adonirám…
- 0 - O - o -
II. Balkis
El narrador nos relata “cómo Benoni
comenzó a contar a Adonirám la historia de los ancestros de la ilustre
visitante...”
Muchos siglos
antes de que los hebreos estuviesen cautivos en Egipto, Saba, la ilustre
descendiente de Abraham y de Ketura[8],
vino a establecerse en las felices tierras que nosotros llamamos el Yemen, allí
fundó una ciudad que en principio llevó su nombre, y que hoy en día se la
conoce con el nombre de Marib[9].
Saba tenía un
hermano llamado Iarab, que legó su nombre a la pedregosa Arabia. Sus
descendientes transportaron aquí y allá sus jaymas, mientras que los
descendientes de Saba continuaron reinando sobre el Yemen, rico imperio que por
entonces obedecía a la reina Balkis, heredera directa de Saba, de Jocsán, del
patriarca Heber[10]
...cuyo padre tuvo por trisabuelo a Sem; padre común de árabes y hebreos.
- Te
alargas en los preámbulos como los libros egipcios, -interrumpió el impaciente
Adonirám-, y continúas con el tono monótono de Musa Ben-Amrán (Moisés), el
prolijo liberador de la raza de Jacob. Los hombres charlatanes suceden a las
gentes de acción.
- Como
los que ofrecen máximas a los poetas sagrados. En una palabra, maestro, la
reina del Mediodía, la princesa del Yemen, la divina Balkis[11],
que viene a contemplar la sabiduría del señor Solimán, y admirar las maravillas
salidas de nuestras manos llega hoy mismo a Solime. Nuestros obreros han
corrido para ir a su encuentro siguiendo al rey; los campos están cubiertos de
gente y los talleres vacíos. Yo he sido de los primeros en correr, he visto el
cortejo, y he regresado tras de ti.
- ¡Anunciadles
que vienen señores, y volarán a prosternarse a sus pies...ociosidad,
servilismo...!
- Sobre todo, curiosidad, y vos lo
comprenderíais, si... escuchad: las estrellas del cielo son menos numerosas que
los guerreros que siguen a la reina. Tras ella aparecen sesenta elefantes
blancos coronados por torres en las que brilla el oro y la seda; mil sabeos[12] de
piel dorada por el sol avanzan conduciendo camellos cuyas patas se doblan bajo
el peso de los fardos y los presentes de la princesa. Luego, siguen los
abisinios, con ligeras armaduras, y cuyo tinte bermejo semeja al cobre batido.
Una multitud de etíopes, negros como el ébano, marchan por uno y otro lado,
conduciendo caballos y carros, obedeciendo a todos y velando por todo.
Pero...¿para qué os cuento todo esto, si vos ni siquiera os dignáis escucharme?
- ¡La reina de los Sabeos! -murmuró
Adonirám soñador-; raza degenerada, pero de una sangre pura y sin mezclas... ¿Y
qué viene a hacer en esta corte?
- ¿No os lo he dicho ya, Adonirám? Ver
a un gran rey; poner a prueba una sabiduría tan célebre, y... puede ser que
acabar con esa fama. Se dice que está pensando en casarse con Solimán
Ben-Daoud, con la esperanza de obtener herederos dignos de su raza.
- ¡Qué locura! -exclamó el artista
impetuoso-; ¡qué locura!... ¡por las venas de Solimán solo corre la sangre del
esclavo, la sangre de las criaturas más viles! ¿Se va a unir la leona a un
perro banal y doméstico? ¿Cuántos siglos hace que este pueblo sacrifica en lo
alto de los montes y se abandona a mujeres extranjeras?; generaciones bastardas
que han perdido la energía y el vigor de sus ancestros. ¿Qué es ese pacífico
Solimán?: el hijo de una esclava y del viejo pastor David, ¿y el mismo David?:
un descendiente de Ruth, una aventurera del país de Moab, unida a un campesino
de Ephrata[13].
Tú, hijo mío, admiras a ese gran pueblo que tan sólo es
una sombra, cuya raza guerrera hace tiempo que se extinguió. Esa nación que en
su cénit se acerca a su caída. La paz les ha enervado, el lujo y la
voluptuosidad, hacen que prefieran el oro al hierro, y esas astucias propias de
un rey artero y sensual solo son buenas para vender mercancías o para extender
la usura por todo el mundo. ¡Y Balkis descenderá al colmo de la ignominia,
ella, la hija de los patriarcas!. Y dime, Benoni, ella viene, ¿no es así?...
¡Esta misma tarde franqueará los muros de Jerusalén!
- Mañana es el día del sabbat[14], y
fiel a sus creencias, ha rechazado penetrar esta tarde, con el sol ya ausente,
en una ciudad extranjera. Ha hecho montar el campamento de jaymas al borde del
Cédron[15], y a
pesar de los ruegos del rey, que ha ido a recibirla, rodeado de una magnífica
pompa, la reina pretende pasar la noche en el campo.
- ¡Su prudencia sea loada! ¿Es aún
joven?...
- Apenas se puede decir que sea todavía
joven. Su belleza deslumbra. La he atisbado como se vislumbra al sol cuando
alborea, que rápidamente os abrasa y obliga a entornar los párpados. Todos,
ante su presencia, han caído prosternados; yo igual que los demás. Y al
levantarme, llevaba impresa su imagen. Pero, ¡oh, Adonirám! La noche cae, y ya
oigo a los obreros que regresan en tropel para recibir su salario: ya que
mañana es el día del sabbat.”
Entonces llegaron de improviso los
numerosos jefes de los artesanos. Adonirám colocó a los guardianes a la entrada
de los talleres y, abriendo sus vastos cofres de seguridad, comenzó a pagar a
los obreros que uno por uno se iban presentando a él, susurrándole al oído una
palabra misteriosa, ya que era tal su número que hubiera sido difícil discernir
el salario al que tenía derecho cada uno; pues el día en que se les contrataba
recibían una palabra secreta que no debían comunicar a nadie bajo pena de
muerte, y a cambio, hacían un juramento solemne. Los maestros tenían una
palabra clave; los compañeros otra diferente que, a su vez, era distinta de la
de sus aprendices[16].
Luego, a medida que pasaban delante
de Adonirám y de sus intendentes, ellos pronunciaban en voz baja la palabra
sacramental, y Adonirám les distribuía diferentes salarios, conforme a la
jerarquía de sus funciones.
Tras esa ceremonia, acabada ya a la
luz de las antorchas de resina, Adonirám decidió pasar la noche acompañado por
el secreto de sus trabajos; dio permiso al joven Benoni, apagó su antorcha, y
penetrando en sus fundiciones subterráneas, se perdió en las profundidades de
las tinieblas.
Al alborear del siguiente día,
Balkis, la reina de la mañana, franqueó al mismo tiempo que el primer rayo de
sol, la puerta oriental de Jerusalén. Despertados por el estrépito de las
gentes de su séquito, los hebreos se agolparon ante las puertas, y los obreros
siguieron al cortejo con ruidosas exclamaciones. Jamás se habían visto tantos
caballos, ni tantos camellos, y aún menos, una legión de elefantes blancos tan
soberbia, conducida por un numeroso enjambre de negros etíopes.
Retrasado a causa del interminable
ceremonial de la etiqueta, el gran rey Solimán intentaba acabar de engalanarse
con unas vestiduras deslumbrantes y apenas había conseguido escapar de las
manos de los oficiales de su guardarropía, cuando Balkis, poniendo pie en
tierra, penetró en el vestíbulo del palacio, tras haber saludado al sol, que ya
se elevaba radiante sobre las montañas de Galilea.
Chambelanes, tocados con bonetes en
forma de torres, y la mano portando largos bastones dorados, acogieron a la
reina y la introdujeron por fin a la sala en la que Solimán Ben-Daoud estaba
sentado, en medio de su corte, sobre un trono elevado del que se apresuró a
descender, con una estudiada lentitud, para ir al encuentro de su augusta
visitante.
Los dos soberanos se saludaron
mutuamente con toda la veneración que los reyes profesan y se complacen en
inspirar hacia la majestad de la realeza; después, se sentaron uno al lado del
otro, mientras desfilaban los esclavos, cargados con los presentes de la reina
de Saba: oro, cinamomo, mirra, y sobre todo, incienso, con el que el Yemen
hacía un gran comercio; después, colmillos de elefante, bolsitas de sustancias
aromáticas y de piedras preciosas. Además de ofrecer al monarca ciento veinte
talentos de oro fino.
Solimán era por aquel entonces ya de
mediana edad; pero la dicha hacía que, al mantener el gesto de su rostro en una
perpetua serenidad, hubiera alejado de él las arrugas y las huellas tristes que
deparan las pasiones profundas; sus labios lustrosos, sus ojos redondos y algo
saltones, separados por una nariz como torre de marfil, tal y como él mismo la
había descrito, poniéndolo en boca de la sulamita[17], su
plácida frente, como la de Serapis, denotaba la inflexible paz de la quietud
inefable de un monarca satisfecho de su propia grandeza. Solimán parecía una
estatua de oro con manos y máscara de marfil.
Su corona era de oro, al igual que
sus vestiduras; la púrpura de su manto, regalo de Irma, príncipe de Tiro,
estaba tejida sobre una malla de oro fino; el oro brillaba sobre su cinturón y
relucía en la empuñadura de su espada; sus sandalias de oro reposaban sobre un
tapiz brocado con hilo de oro; su trono era de cedro dorado.
Sentada a su lado, la blanca hija de
la mañana, envuelta en una nube de lino y de diáfanas gasas, asemejaba a un lis
posado entre un manojo de junquillos. Previsora coquetería, que hizo resaltar
aún más al excusarse por la simplicidad de su atuendo matutino:
“La simplicidad del ropaje, dijo,
conviene a la opulencia y conjuga bien con la grandeza.
- Favorece a la divina belleza,
continuó solimán, confiar en su fuerza, y al hombre que desafía su propia
debilidad, nada descuidar.
- Encantadora modestia, que realza aún
más el esplendor con que brilla el invencible Solimán... el teólogo, el sabio,
el árbitro de reyes, el autor inmortal de los proverbios del Sir-Hasirim[18], ese cántico de
amor tan tierno... y tantas otras flores poéticas.
- ¡Cómo! bella reina, prosiguió Solimán
enrojeciendo de placer, ¡cómo!, ¿os habéis dignado
posar
vuestros ojos sobre... esos simples ensayos?
- ¡Sois un gran poeta!” exclamó la
reina de Saba.
Solimán hinchó su dorado pecho, alzó
su dorado brazo, y se mesó con complacencia la barba de ébano, dispuesta en
numerosas trenzas y adornada de cordones de oro.
“Un gran poeta, repitió Balkis. Lo
que hace que se os perdonen sonriendo los errores del moralista.”
Esa conclusión inesperada, agrió el
gesto de la cara del augusto Salomón, y produjo un movimiento en la multitud de
los cortesanos que se hallaban más próximos. Allí estaban Zabud, favorito del
príncipe, todo él cargado de adornos de pedrería; Sadoc, el sumo sacerdote, con
su hijo Azarías, intendente de palacio y muy altivo con sus inferiores; después
Ahia, Elioreph, gran canciller, Josaphat, maestro archivero... y un poco sordo.
De pié, vestido con una túnica sombría, estaba Ahías de Silo, hombre íntegro,
temido a causa de su genio profético; pero por lo demás, un hombre burlón frío
y taciturno. Muy cerca del soberano se podía ver acurrucado en medio de tres
cojines apilados, al viejo Banaïas, pacífico general en jefe de los tranquilos
ejércitos del plácido Solimán. Ataviado con cadenas de oro y soles de piedras
preciosas, encorvado bajo el peso de los honores, Banaïas ejercía de semidiós
de la guerra. Antaño, el rey le había encargado que matara a Joab y al sumo
sacerdote Abiathar, y Banaïas los apuñaló. Desde ese día, se hizo digno de la
mayor confianza del sabio Salomón, que le encargó asesinar a su hermano mayor,
el príncipe Adonías, hijo del rey David,... y Banaïas, degolló al hermano del
sabio Salomón[19].
Ahora, adormecido en los laureles de
su gloria, y torpe a causa de los años, Banaïas, casi idiota, seguía a la corte
a todas partes, ya nada oye, ni comprende, y reaviva los restos de una vida de
senectud calentando su corazón con el brillo que su rey le otorga. Sus ojos,
descoloridos, buscan sin cesar la mirada real: el antaño lince, a la vejez se
ha convertido en perro.
Una vez que Balkis hubo dejado caer
de sus adorables labios aquellas mordaces palabras, mientras toda la corte
estaba consternada, Banaïas, que no había comprendido nada, y que acompañaba
con gritos de admiración cada palabra del rey y de su huésped, Banaïas, sólo
él, en medio de un profundo silencio generalizado, exclamó con una estulta
sonrisa: ¡Maravilloso!, ¡divino!”
Solimán se mordió los labios y
murmuró directamente: “¡Qué imbécil!” –
“¡Palabra
memorable!” repuso Banaïas, al ver que su maestro había hablado.
Y en ese momento, la reina de Saba
estalló en carcajadas.
Después, con gran sentido de la
oportunidad, que a todos dejó perplejos, escogió ese momento para presentar uno
tras otro los tres enigmas, ante la tan celebrada sagacidad de Solimán, el más
hábil de los mortales en el arte de interpretar adivinanzas y esclarecer
charadas. Tal era entonces la costumbre: la corte se ocupaba de la ciencia...
ciencia a la que aquella corte, muy a propósito, había renunciado; mientras que
adivinar enigmas se había convertido en asunto de Estado, y un príncipe o un
sabio eran juzgados por esa habilidad. Y Balkis había recorrido doscientas
sesenta leguas para someter a Solimán a esa prueba.
Solimán interpretó sin pestañear los
tres enigmas, y todo ello gracias al sumo sacerdote Sadoc que, el día antes,
había pagado al contado la solución de los acertijos, al sumo sacerdote de los
Sabeos.
“La sabiduría habla por vuestra
boca, dijo la reina con algo de énfasis.
- Al menos eso es lo que muchos suponen...
- Sin embargo, noble Solimán, el
cultivo del árbol de la sabiduría no se realiza sin correr peligro: a la larga,
uno se arriesga a apasionarse demasiado por las alabanzas, a halagar a los
hombres para su complacencia, y a inclinarse por el materialismo para recibir
el voto del pueblo...
- Entonces es que habéis percibido en
mis obras...
- ¡Ah!, señor, os he leído muy
atentamente, y como quiero instruirme; el deseo de consultaros ciertos puntos
que me resultan oscuros, algunas contradicciones, ciertos... sofismas, al menos
a mis ojos, sin duda a causa de mi ignorancia; es en parte el objetivo de mi
viaje.
- Intentaremos satisfacer ese deseo lo
mejor posible”, articuló Solimán, no sin suficiencia, para sostener sus tesis
contra tan temible adversario[20].
En el fondo, Solimán habría dado
cualquier cosa por haberse marchado sólo a pasear bajo los sicomoros de su
villa de Mello. Seducidos por un espectáculo tan mordaz, los cortesanos
estiraban el cuello y abrían los ojos de par en par. ¿Qué podría haber peor que
arriesgarse, en presencia de esos sujetos, a perder su infalibilidad?. Sadoc
parecía alarmado: el profeta Ahías de Silo apenas podía reprimir una vaga y
fría sonrisa, y Banaïas, jugando con sus condecoraciones, manifestaba una
estúpida alegría, que proyectaba el anticipado ridículo del rey. El séquito de
Balkis permanecía mudo e imperturbable: puras esfinges. Añádase en beneficio de
la reina de Saba, el que poseía la majestad de una diosa y los atractivos de
las bellezas más enervantes, un perfil de una adorable pureza, en la que
resplandecían unos ojos negros como los de las gacelas; tan bellamente
perfilados y tan expresivos que parecían atravesar a quienes posaban en ella su
mirada; una boca incierta, entre la risa y la voluptuosidad, un cuerpo ligero y
de una magnificencia que se adivinaba a través de la gasa; imagínense de ese
modo esa expresión delicada, burlona y altiva vivacidad que poseen las personas
de alto linaje, habituadas al poder, y así comprenderán los apuros del señor
Solimán, contrariado y encantado al mismo tiempo; deseoso de vencer con su
inteligencia, y ya casi vencido por el corazón. Esos grandes ojos negros y
blancos, misteriosos y dulces, calmos y penetrantes, danzando en un rostro
ardiente y claro como el bronce recién fundido, le trastornaban muy a su pesar.
Veía cómo a su lado tomaba forma la ideal y mística figura de la diosa Isis[21].
Y entonces se entablaron, vigorosas
y potentes, siguiendo el uso de los tiempos, esas discusiones filosóficas
señaladas en los libros de los hebreos.
“¿Acaso no aconsejáis, retomó la
reina, el egoísmo y la dureza de corazón cuando decís: “Si respondes por un
amigo, habrás caído en una trampa; despoja de sus bienes al que responde por
otro?...” En otro proverbio, alabáis la riqueza y el poderío del oro...
- Pero en otras ocasiones he alabado la
pobreza.
- Contradicciones. En el Eclesiastés se
estimula al hombre a que trabaje, se avergüenza a los perezosos, y en cambio se
escribe más adelante: “¿Qué sacará el h hombre de todos esos trabajos?, ¿acaso no
es preferible comer y beber?...” En los Proverbios censuráis los excesos que
después alabáis en el Eclesiastés...
- Me da la impresión de que os estáis
burlando...
- No, sólo estoy citando: “He
reconocido que nada hay mejor que disfrutar y beber; que el trabajo es una
inquietud inútil, porque los hombres mueren como las bestias, y corren su misma
suerte”. ¡Esa es vuestra moral, oh, sabio!
- Esas no son más que metáforas, pero
el fondo de mi doctrina...
- ¡Por desgracia, aquí tenemos otras
que también hemos hallado!: “Disfrutad de la vida con las mujeres todo el
tiempo que os sea posible; ya que esa es vuestra parte del trabajo... etc.” Y
esto es algo que repetís con frecuencia. Por lo que he deducido que os conviene
convertir a vuestro pueblo en materialista para así poder dominarle más
fácilmente como esclavo.”
Solimán se hubiera querido
justificar, pero con argumentos que no quería exponer delante de su pueblo, y
por ello se agitaba impaciente en su trono.
“En fin, continuó Balkis sonriendo
con una mirada lánguida; desde luego, vos sois cruel con nuestro sexo, así que
¿qué mujer osaría amar al austero Solimán?
- ¡Ay, reina!, ¡mi corazón se expande
como el rocío de primavera sobre las flores de la pasión amorosa en el Cantar
del esposo!...
- Excepción por la que la Sulamita[22] debe
regocijarse: pero vos os habéis convertido en alguien rígido por el peso de los
años...”
- Solimán reprimió una mueca desabrida.
“Preveo, dijo la reina, alguna palabra cortés y galante. ¡En guarda! El
Eclesiastés puede oíros, y vos sabéis bien lo que dice: “La mujer es más amarga
que la muerte; su corazón es una trampa y sus manos son cadenas. El que sirva a
Dios, debe huir de ella, y el insensato caerá en sus redes”. ¡Y bien!,
¡entonces vos seguiréis esos consejos tan austeros, pues seguro que fue por
culpa de las hijas de Sión que recibisteis de los cielos esa belleza que vos
mismo describís con tanta sinceridad en estos términos: Yo soy la flor de
los campos y el lirio de los valles!.
- Reina, de nuevo eso era una
metáfora...
- ¡Oh, rey! Esa es mi opinión. Dignaos
meditar acerca de mis objeciones y esclareced la oscuridad de mi
discernimiento, ya que mío es el error, y sois vos quien ha felicitado a la
sabiduría por escogeros como morada. “Se reconocerá, vos lo habéis escrito, mi
espíritu penetrante; los más poderosos se sorprenderán cuando me vean, y los
príncipes me testimoniarán su admiración sólo con mirarme. Cuando yo permanezca
en silencio, ellos esperarán a que hable; cuando yo hable, me observarán
atentos; y cuando yo discurra, se llevarán las manos a la boca.” Gran rey, yo
ya he experimentado en parte todas esas verdades: vuestro espíritu me ha
enternecido, vuestro aspecto, sorprendido, y no dudo que cuando os miro a los
ojos en mi rostro sólo contemplaréis admiración por vos. Espero vuestras
palabras; que me encontrarán atenta, y durante vuestro discurso, vuestra sierva
pondrá su mano en su boca.
- Señora, dijo Solimán con un profundo
suspiro, ¿en qué se convierte un sabio ante vos?; desde que os escucha, el
Eclesiastés no osaría mantener nunca más ni uno sólo de sus pensamientos, de
cuya sequedad se resiente: ¡Vanidad de vanidades! ¡todo es vanidad!”
Todos admiraron la respuesta del
rey.
A pedante, pedante y medio, se decía la reina. Si al
menos se le pudiera quitar la manía de ser escritor... No va más allá de ser un
individuo dulce, afable y bastante bien conservado.
Solimán, después de responder como buenamente pudo, se
esforzó en desviar la atención de la audiencia, que tantas veces él había
manipulado, hacia otros temas.
“Vuestra Serenidad, dijo a la reina Balkis, posee un
hermoso pájaro, cuya especie desconozco.”
En efecto, seis negritos vestidos de escarlata,
colocados a los pies de la reina, eran los encargados de cuidar a ese pájaro,
que jamás abandonaba a su ama. Uno de los pajes le tenía sobre el puño, y la
princesa de Saba le miraba con frecuencia.
“Nosotros le llamamos Hud-Hud[23], respondió. El
tatarabuelo de este pájaro, que tiene una vida muy larga, se dice que en otro
tiempo fue traído por unos malayos de regiones lejanas que sólo ellos pudieron
entrever y que nosotros desconocemos. Es un animal muy útil para llevar los
ruegos de las gentes a los espíritus del aire.
Solimán, sin comprender bien esa explicación tan
sencilla, se inclinó como un rey que ha concebido todo a las mil maravillas, y
adelantó índice y pulgar para jugar con el ave Hud-Hud; pero el pájaro,
respondiendo a sus avances, no se prestó a los esfuerzos de Solimán por
atraparle.
“Hud-Hud es poeta..., dijo la reina, y, por ello digno
de vuestra simpatía... Aunque, es como yo, un poco severo, y con frecuencia
también él se convierte en moralista. ¿Podéis creer que se ha permitido dudar
de la sinceridad de vuestra pasión por la Sulamita?
- ¡Divina ave, cómo me sorprendéis!
Replicó solimán.
- Esa pastoral del Cantar de los
cantares seguramente es bastante tierna, dijo Hud-Hud un día, mientras
picoteaba un escarabajo dorado; pero el gran rey que dedica unas elegías tan
plañideras a la hija del faraón, su mujer, ¿no le habría mostrado más amor
viviendo con ella, que obligándola a vivir lejos de él, en la ciudad de David,
como así hizo, reducida a deleitarse durante su juventud sólo con estrofas...
aunque en verdad fueran las más bellas del mundo?
- ¡Cuántas penas traéis a mi memoria!
Por desgracia, esa hija de la noche seguía el culto de Isis... ¿Hubiera podido
yo sin cometer un crimen, abrirle el acceso a la ciudad santa; darla como
vecina el arca de Adonai, y aproximarla a este augusto templo que estoy
erigiendo al dios de mis padres?...
- Un asunto de esa índole siempre es
delicado, observó juiciosamente Balkis; excusad a Hud-Hud; los pájaros algunas
veces son algo banales; el mío, por ejemplo, se vanagloria de ser un experto,
sobre todo en poesía.
- ¿De veras? prosiguió Solimán
Ben-Daoud; me gustaría saber...
- ¡Uy! ¡vais a escuchar malévolos
comentarios, señor; creedme, malévolos!
Hud-Hud se precia de censuraros
por comparar la belleza de vuestra amante,
a la de los caballos del carro de los faraones;
su nombre, al del aceite ungido;
sus cabellos, a un rebaño de cabras,
sus dientes, a tiernos corderos portadores de frutos;
sus mejillas, a media granada;
sus pechos, a dos cabritillos;
su cabeza, al monte Carmelo;
su ombligo, a una copa siempre llena de licor;
su vientre, a un montón de trigo,
y su nariz, a la torre del Líbano que mira hacia
Damasco.”
Solimán, herido, dejó caer, falto ya
de coraje, sus brazos vestidos de oro sobre los del asiento, también dorados,
mientras el pájaro, pavoneándose, batía sus alas verde y oro al viento.
“Responderé al pájaro, que tan bien
sirve a vuestras mofas, que el gusto oriental permite esas licencias, que la
verdadera poesía busca imágenes; que mi pueblo encuentra excelentes mis versos,
y que gustan, de preferencia, de las más ricas metáforas...
- Nada más peligroso para las naciones
que las metáforas de los reyes, repuso la reina de Saba: salidas de un estilo
augusto, esas metáforas, puede que bastante audaces, encontrarán más imitadores
que críticos, y vuestras sublimes fantasías corren el riesgo de ser culpables de
echar a perder el gusto de los poetas durante diez mil años.
Influenciada por vuestros poemas, la Sulamita,
¿acaso no podría comparar vuestro cabello, con ramas de
palmera;
vuestros labios, con lises destilando mirra;
vuestro talle, con un cedro;
vuestras piernas, con columnas marmóreas;
y vuestras mejillas, señor, con pequeños parterres de
flores olorosas?
De suerte que al rey Solimán siempre lo vería como un
peristilo, con un jardín botánico suspendido sobre un huerto de palmeras.”
Solimán sonrió amargamente; y con
enorme satisfacción le habría torcido el cuello a la abubilla, que no cesaba de
picotearle el pecho del lado del corazón con una extraña persistencia. “Hud-Hud
se está esforzando en haceros comprender que la fuente de la poesía reside ahí,
dijo la reina.
- Así lo siento, y cada vez más,
respondió el rey, desde que he tenido la dicha de contemplaros. Dejemos este
discurso; ¿hará la reina a este humilde servidor el honor de acompañarle para
visitar Jerusalén, mi palacio, y sobre todo el templo que estoy erigiendo a
Jehová en la montaña de Sión?.
- El mundo se ha conmocionado con los
comentarios sobre esas maravillas; mi impaciencia es tanta como los esplendores
que espero ver, y no desearía retrasar el placer que me he prometido con su
contemplación”.
A la cabeza del cortejo, que
recorría lentamente las calles de Jerusalén, había cuarenta y dos trompas que
sonaban como truenos de tormenta; detrás venían músicos vestidos de blanco y
dirigidos por Aspa e Idithme; cincuentaiséis tamborileros, veintiocho
flautistas, así como intérpretes de salterios, tocadores de cítaras, sin
olvidar las trompetas, instrumento que Josué había puesto de moda bajo las
murallas de Jericó[24].
Seguían después, en tres filas, los turiferarios que, reculando, balanceaban en
el aire los incensarios, en los que ardían los perfumes del Yemen. Solimán y
Balkis reposaban sobre un palanquín acarreado por setenta palestinos,
prisioneros de guerra...
La sesión había terminado.
Nos fuimos comentando las diversas peripecias del relato, y quedamos para el
día siguiente…
- 0 - O - o -
III. El templo
...y el narrador prosiguió...
La ciudad, reconstruida de nuevo por el magnífico
Solimán, había sido edificada conforme a un plano irreprochable; calles tiradas
a cordón, casas cuadradas, todas exactamente iguales, como si fueran colmenas
de monótono aspecto.
- En estas anchas y bellas calles,
-dijo la reina-, es imposible detener el viento proveniente del mar, que debe
barrer a los transeúntes como a briznas de paja, y durante los fuertes calores,
el sol, penetrando aquí sin obstáculo alguno, debe recalentar todo esto como si
fuera un horno. En Mareb, las calles son estrechas, y de una casa a otra hay
sujetas telas, que a lo largo de la vía pública, esparcen su sombra sobre el
suelo y proporcionan frescor.
- Eso va en detrimento de la simetría,
respondió Salomón. Mirad, ya hemos llegado al peristilo de mi nuevo palacio: se
han precisado treinta años para construirlo.”
La reina de Saba visitó el palacio,
al que encontró rico, cómodo, original y de un gusto exquisito.
“El plano es sublime, dijo, la
disposición de los espacios admirable, y, tengo que reconocer que el palacio de
mis ancestros, los Hémiarites[25]
(Himyaríes), construido al estilo de los palacios indios, con pilares rematados
por capiteles antropomorfos, no llega ni mucho menos a esta gallardía y
elegancia: vuestro arquitecto es un gran artista.
- Yo soy el que ha ordenado todo y
costeado los gastos de los obreros, gritó el rey orgulloso.
- Pero los planos, ¿quién los ha
trazado?, ¿quién es el genio que ha llevado a cabo tan noblemente vuestros
diseños?.
- Un tal Adonirám, un tipo extraño y
medio salvaje, que me envió mi amigo el rey de los Tirios.
- Señor, ¿podría verle?
- Huye de todo el mundo y se zafa de
las alabanzas. Pero, ¿qué diréis entonces, Reina mía, cuando hayáis recorrido
el templo de Adonai?. Esa no es la obra de un artesano: yo mismo he diseñado
los planos y soy yo el que ha indicado los materiales que deben emplearse. Los
puntos de vista de Adonirám han sido sometidos al precio de mi poética
imaginación. Trabajamos en ello desde hace cinco años; todavía nos faltan dos
para llevar toda la obra a su estado más perfecto.
- Entonces, ¿sólo siete años os han
bastado para albergar dignamente a vuestro Dios; mientras que vos habéis
necesitado trece para establecer convenientemente a su servidor?.
- El tiempo no tiene nada que ver en
esto, -objetó Solimán.
Pero tanto como Balkis había admirado el palacio; tanto
o más criticó, en cambio al templo.
- Habéis querido hacerlo todo demasiado
bien, dijo Balkis, y el artista ha tenido menos libertad. El conjunto es un
poco pesado, bastante recargado de tallas... demasiada madera, cedro por todas
partes, vigas salientes... vuestros corredores entarimados parecen, a simple
vista, al soportar en su parte superior bloques de piedra, faltos de solidez.
- Mi objetivo, objetó el príncipe, ha
sido el de preparar la vista, gracias a ese fuerte contraste, para los
esplendores del interior.
- ¡Dios mío! -gritó la reina, cuando
penetró en el recinto-, ¡cuántas esculturas! Estas sí que son estatuas
maravillosas, extraños animales de aspecto imponente. ¿Quién ha fundido, quién
ha cincelado tales maravillas?
- Adonirám; la escultura es su
principal talento.
- Su genio es universal. En cambio,
estos querubines son demasiado pesados, demasiado dorados y excesivamente
grandes para esta sala a la que confieren un aspecto agobiante.
- Así lo quise yo: cada querubín me ha
costado ciento veinte talentos. ¡Mirad, mi reina! Aquí todo es de oro, y nada
hay más precioso que el oro. Los querubines son de oro; las columnas de cedro,
regalo de mi amigo el rey Hiram, se han revestido con láminas de oro; hay oro
cubriendo todas las paredes; sobre estas murallas de oro habrá unas palmeras de
oro y un friso con granadas de oro macizo, y a lo largo de los tabiques
dorados, he hecho colocar doscientos escudos de oro puro. Los altares, las
mesas, los candelabros, los jarrones, suelos y techos, todo será revestido de
láminas de oro...
- “Mucho oro me parece”, objetó la
reina con modestia.
Solimán replicó:
- ¿Hay algo más espléndido que el oro
para el rey de los hombres? Deseo asombrar a la posteridad... Pero entremos en
el santuario; su techo todavía no se ha construido, pero ya se han puesto los
cimientos del altar frente a mi trono, casi acabado. Como podéis ver, hay seis
escalones; el asiento es de marfil, soportado por dos leones, a cuyos pies se
encuentran acurrucados doce cachorros. Todavía hay que bruñir los dorados, y
hay que esperar hasta erigir el palio. Dignaos, noble princesa, ser la primera
en sentarse sobre este trono, aún virgen; así podréis inspeccionar el conjunto
de los trabajos. Aunque vais a ser el blanco de los rayos del sol, pues el
pabellón todavía está al descubierto.”
La princesa sonrió, y tomó en su
puño al pájaro Hud-Hud, que los cortesanos contemplaron con viva curiosidad.
No había pájaro más ilustre, ni más
respetado en todo Oriente. Y no lo era por la finura de su pico negro, ni por
sus mejillas escarlatas; tampoco por la dulzura de sus ojos color gris
avellana, ni por la soberbia cresta dorada de menudo plumaje que corona su
hermosa cabeza; tampoco lo era por su larga cola, negra como el azabache; ni
por el brillo de sus alas de un verde dorado, realzado por estrías y franjas de oro vivo; ni por sus
espolones de un rosa pálido; ni por sus patas de color púrpura; que la alegre
Hud-Hud era el objeto predilecto de la reina y de su conversación. Bella sin
saberlo, fiel a su ama, buena para todos los que la amaban, la abubilla
brillaba con ingenua gracia, sin buscar por ello deslumbrar. A la reina, se la
ha visto consultar a este pájaro en circunstancias difíciles.
Solimán, que quería mantener buenas
relaciones con Hud-Hud, buscó en ese momento llevarla también en su puño; pero
ella no quiso bajo ningún concepto prestarse a esas intenciones. Balkis,
sonriendo finamente, llamó a su favorita y dio la impresión de que la murmuraba
algunas palabras en voz baja... Rápida como una flecha, Hud-Hud desapareció en
el aire azul.
Después la reina se sentó; cada cual
se sentó en torno a ella; charlaron unos instantes; explicando el príncipe a su
invitada el proyecto del mar de bronce concebido por Adonirám, y la reina de
Saba, asombrada de admiración, exigió de nuevo que le presentaran a ese hombre.
Mientras corrían a las forjas y a
través de las obras, Balkis, que había echo sentarse al rey de Jerusalén a su
lado, le preguntó cómo iba a decorar el pabellón de su trono.
“Será decorado al igual que el
resto, respondió Solimán.
- ¿No teméis que a causa de esa
exclusiva predilección por el oro, parezca que criticáis los otros
materiales que ha creado Adonai? ¿De
verdad pensáis que no hay nada en el mundo tan bello como ese metal? Permitidme
aportar a vuestro plan un divertimento... del que vos seréis su juez.”
De pronto se oscureció el aire, el
cielo se cubrió de puntos negros que se hacían más grandes conforme se
acercaban; nubes de pájaros se abatieron sobre el templo, se agruparon,
descendieron en círculos, se aproximaron los unos a los otros, se distribuyeron
como si fueran un follaje tembloroso y espléndido; sus alas desplegadas
formando hermosos ramos verdes, escarlata, azabache y azul. Ese pabellón
viviente se desplegaba bajo la hábil dirección de la abubilla, que revoloteaba
en medio de aquella multitud de plumas... Un árbol encantador se formó sobre la
cabeza de ambos príncipes, y cada pájaro se convirtió en una hoja. Solimán,
loco de contento y encantado, se vio al abrigo del sol bajo aquel techo
animado, que temblaba, se sostenía batiendo las alas, y proyectaba sobre el trono
una espesa sombra de la que escapaba el suave y dulce concierto del canto de
los pájaros. Tras lo cual, la abubilla, a la que el rey guardaba aún algo de
rencor, se vino a posar, sumisa, a los pies de la reina.
“¿Qué piensa monseñor? Preguntó
Balkis.
- ¡Admirable!, exclamó Solimán,
esforzándose por atraer a la abubilla, que se le escapaba con obstinación, cosa
que no escapaba a la atención de la reina.
- Si os ha agradado esta fantasía,
retomó la reina, será un placer para mí rendiros homenaje con este pequeño
pabellón de pájaros, a condición de que me dispenséis de hacerlos bañar en oro.
Será suficiente con que dirijáis hacia el sol el engaste de este anillo cuando
deseéis convocarlos... Este anillo es precioso. Lo heredé de mis padres, y
Sarahil, mi nodriza, me regañará por habérosla regalado.
- ¡Ah! Gran reina, exclamó Solimán,
arrodillándose delante de ella, vos sois digna de mandar sobre los hombres,
sobre los reyes y sobre los elementos. ¡Haga el cielo y vuestra bondad que
aceptéis la mitad de un trono en el que no encontraréis a vuestros pies más que
a rendidos vasallos!
- Vuestra proposición me halaga, dijo
Balkis, y hablaremos de ello más tarde.”
Descendieron los dos del trono, seguidos de su cortejo
de pájaros, que les seguía como un palio dibujando sobre sus cabezas diversas
figuras de adorno.
Cuando se encontraban cerca del
lugar en el que se habían asentado los cimientos del altar, la reina divisó un
enorme tronco de vid que había sido arrancada de raíz y echada a la basura. Su
mirada se tornó pensativa, hizo un gesto de sorpresa, y la abubilla comenzó a
lanzar un canto de dolor que hizo huir a toda prisa a la nube de pájaros.
La mirada de Balkis se hizo severa;
su majestuosa altura pareció elevarse aún más, y con voz grave y profética
exclamó: “¡Ignorancia y ligereza de los hombres!; ¡vanidad y orgullo!... tú has
elevado la gloria sobre la tumba de tus padres. Esa cepa de vid, ese venerable
tronco...
- Reina, esa vid nos estorbaba; la
hemos arrancado para dejar sitio al altar de pórfido y de madera de olivo al
que deben decorar cuatro querubines de oro.
- Tú has profanado, tú has destruido la
primera vid... la que fue plantada por el mismísimo padre de la raza de Sem,
por Noé, el patriarca.
- ¿Es eso posible? Respondió Solimán
profundamente humillado, ¿y cómo lo sabéis vos?...
- ¡En lugar de creer que la grandeza es
la fuente de la ciencia, yo he pensado justo lo contrario, oh, rey! y me he
hecho del estudio una fiel creyente... Y ahora escúchame bien, hombre cegado
por la vanidad y el esplendor: esa madera que tu impiedad ha condenado a la
muerte, ¿sabes qué destino la reservan las potencias inmortales?...
- Hablad.
- Se la reservará para ser el
instrumento de suplicio en el que será clavado el último príncipe de tu raza.
- ¡Entonces, que sea convertida en
astillas, esa madera impía, y reducida a cenizas!.
- ¡Insensato! ¿quién puede borrar lo
que está escrito en el libro de Dios?, ¿Y cuál será el éxito de tu sabiduría
confrontada a la voluntad suprema? Prostérnate ante los decretos que tu
espíritu material no puede penetrar: sólo ese suplicio salvará tu nombre del
olvido, y hará brillar sobre tu casa la aureola de una gloria inmortal...”
El gran Solimán se esforzaba en vano
por disimular su turbación bajo una apariencia entre jovial y burlona, cuando
de pronto llegó un montón de gente anunciando que por fin habían encontrado al
escultor Adonirám.
Al poco, Adonirám, anunciado por los
clamores de la multitud, apareció a la entrada del templo. Benoni acompañaba a
su maestro y amigo, que avanzaba con la mirada ardiente, la frente inquieta,
todo revuelto, como un artista bruscamente arrancado de su inspiración y su
trabajo. Ni una sola traza de curiosidad ablandaba la poderosa expresión y
noble aspecto de este hombre; no menos imponente por su elevada estatura que
por el carácter grave, audaz y dominador de su bella fisonomía.
Se detuvo con desenvoltura y
arrogancia, sin familiaridad ni tampoco desdén, a algunos pasos de Balkis, que
no pudo recibir las ojeadas incisivas de esa mirada de águila sin experimentar
un sentimiento de confusa timidez.
Pero se rehizo de inmediato de aquel
apuro involuntario; una veloz reflexión sobre la condición de ese maestro
obrero, de pie, con los brazos desnudos y el pecho al descubierto, la devolvió
a la realidad; sonriendo ante su propia timidez, casi halagada por haberse
sentido tan joven, se dignó a hablar al artesano.
Él respondió, y su voz golpeó a la
reina como el eco de un recuerdo fugitivo; a pesar de que ella nunca le había
conocido ni le había visto jamás.
Tal es el poderío del genio, esa
belleza de las almas; a la que las almas se encadenan sin poderse ya nunca
escapar. El encuentro con Adonirám hizo olvidar a la princesa de los Sabeos
todo lo que la rodeaba; y, mientras el artista mostraba caminando con breve paso
las obras comenzadas, Balkis le seguía, casi sin darse cuenta de la vehemencia
de sus palabras; mientras el rey y los cortesanos marchaban tras las huellas de
la divina princesa...
Esta última no dejaba de preguntar a
Adonirám acerca de sus trabajos, sobre su país, sobre su nacimiento...
“Señora, respondió Adonirám con
cierto apuro y fijando sobre ella una mirada penetrante, he recorrido muchas
comarcas; mi patria está por todas partes en las que brilla el sol; mis
primeros años transcurrieron a lo largo de estas vastas pendientes del Líbano,
desde las que a lo lejos se divisa a Damasco en el llano. La naturaleza, así
como los hombres han esculpido estas comarcas montañosas, erizadas de
amenazantes rocas y de ruinas.
- No creo, puntualizó la reina, que sea
en estos desiertos en donde se aprendan los secretos de las artes que vos
domináis con excelencia.
- Pero es ahí, al menos, en donde se
eleva el pensamiento, se despierta la imaginación, y en donde a fuerza de
meditar se aprende a crear. Mi primer maestro fue la soledad; en mis viajes,
más tarde, he utilizado ese conocimiento. He vuelto mi mirada hacia los restos
del pasado; he contemplado los monumentos, y he huido de la sociedad de los
humanos...
- ¿Y por qué, maestro?
- No se disfruta con la compañía de los
semejantes... y yo me sentía solo.”
Esa mezcla de tristeza y grandeza
emocionó a la reina, que bajó los ojos con recogimiento.
“Veréis, continuó Adonirám, no tengo
mucho mérito en practicar estas artes, ya que su aprendizaje no me ha resultado
trabajoso. Mis modelos los he encontrado en los desiertos; yo reproduzco las
impresiones que he recibido de esas ruinas ignoradas y de esas terribles y
grandiosas estatuas de los dioses del mundo antiguo.
- En más de una ocasión, interrumpió
Solimán con una firmeza que la reina no había observado hasta entonces, más de
una vez, maestro, he reprimido en vos, como una tendencia idólatra, ese
ferviente culto por los monumentos de una teogonía impura. Guardaos para vos
esos pensamientos, y que el bronce y la piedra no reflejen nada de esto ante el
rey.”
Adonirám, inclinándose, reprimió una
sonrisa amarga.
“Señor, dijo la reina para
consolarle, el pensamiento del maestro se eleva, sin duda, por encima de las
consideraciones susceptibles de inquietar la conciencia de los levitas... En su
alma de artista, se dice que lo bello glorifica a Dios, y busca la belleza con
una piedad inocente.
- ¿Acaso sé yo, dijo Adonirám, lo que
fueron en su tiempo esos dioses extintos y petrificados por los genios de
antaño? ¿Quién podría inquietarse? Solimán, rey de reyes, me ha pedido
prodigios, y ha sido necesario recordar que los antepasados de este mundo han
dejado maravillas.
- Si vuestra obra es bella y sublime,
añadió la reina apasionadamente, entonces será ortodoxa, y, a su vez, por el
hecho de ser ortodoxa, la posteridad os copiará.
- Gran reina, en verdad grande, vuestra
inteligencia es pura como vuestra belleza.
- Entonces, esas ruinas, se apresuró a
interrumpir Balkis, ¿eran numerosas en las tierras del Líbano?.
- Ciudades enteras enterradas en un
sudario de arena que el viento levanta y abate una y otra vez; además, hipogeos
de un trabajo sobrehumano que sólo yo conozco... Trabajando para los pájaros
del aire y las estrellas del cielo, anduve errante y sin rumbo, esbozando figuras
sobre las rocas y tallándolas allí mismo a grandes mazazos. Un día... Pero ¿no
estaré abusando de la paciencia de tan augustos oyentes?.
- No; estos relatos me cautivan.
- Sacudida por mi martillo, que hundía
el cincel en las entrañas de la roca, la tierra temblaba, bajo mis pisadas,
sonora y hueca. Armado con una palanca, hice rodar el bloque de piedra..., que
descubrió la entrada de una caverna en la que me precipité. Estaba excavada en
la roca viva, y sustentada por enormes pilares cargados de molduras y extraños
dibujos, y cuyos capiteles servían de base a las nervaduras de unas bóvedas
increíbles. A través de los arcos de ese bosque de piedra, aparecían dispersas,
inmóviles y sonrientes tras millones de años, legiones de colosales estatuas,
de distinta índole, y cuyo aspecto me produjo un terror embriagador; hombres;
gigantes desaparecidos de nuestro mundo; animales simbólicos pertenecientes a
especies extintas; en una palabra, ¡toda la magnificencia que el sueño de la
imaginación más delirante apenas osaría concebir!... Viví allí durante meses...
años; interrogando a aquellos espectros de una sociedad muerta, y fue allí
donde recibí la tradición de mi arte, en medio de aquellas maravillas del genio
primitivo.
- La reputación de esas obras sin nombre
ha llegado hasta nosotros, dijo Solimán, meditabundo: allí, se dice, en las
tierras malditas, se ve surgir de entre las ruinas los restos de la ciudad
impía sumergida por las aguas del diluvio, los vestigios de la criminal
Henochia... construida por el gigantesco linaje de Tubal; la ciudad de los
hijos de Caín[26]. ¡Anatema sobre ese arte
de impiedad y de tinieblas! Nuestro nuevo templo refleja la claridad del sol;
sus líneas son simples puras, y el orden, la unidad del plan, muestran lo recto
de nuestra fe incluso en el estilo de esas moradas que estoy erigiendo al
Eterno. Tal es nuestra voluntad; tal es la voluntad de Adonai, que así la
transmitió a mi padre.
- Rey, exclamó en tono arisco Adonirám,
tus planos han sido seguidos en su conjunto: Dios reconocerá tu docilidad; pero
yo he querido que además el mundo admire tu grandeza.
- Hombre industrioso y sutil, no
tentarás al señor tu rey. Con ese objetivo has fundido esos monstruos, objeto
de admiración y espanto; esos ídolos gigantescos que se rebelan contra los
estereotipos consagrados por el rito hebraico. Pero, cuidado: la fuerza de
Adonai está conmigo, y mi ofendido poder reducirá a Baal al polvo.
- Sed clemente, ¡oh, rey!, prosiguió
con dulzura la reina de Saba, con el artista del monumento a vuestra gloria.
Los siglos pasan, el destino de la humanidad continúa progresando según los
deseos de su creador. ¿Es acaso un signo de desconocimiento del Altísimo, el
interpretar más noblemente sus obras?, y ¿es que se debe reproducir eternamente
la fría inmovilidad de la hierática escultura legada por los egipcios, dejando
como ellos, sus obras a medio terminar dentro del sepulcro de granito del que
no pueden desprenderse, y representar a los genios como esclavos encadenados a
la piedra?. Rechacemos, gran príncipe, como una negación peligrosa la idolatría
de la rutina.”
Ofendido por haberle llevado la
contraria, pero subyugado por una encantadora sonrisa de la reina, Solimán le
dejó que felicitara calurosamente al hombre genial que él mismo admiraba, no
sin cierto despecho, y quien, de ordinario indiferente a las alabanzas, ahora
las recibía con una embriaguez totalmente nueva.
Los tres grandes personajes se
encontraban en el peristilo exterior del templo, -situado sobre una meseta
elevada y cuadrangular,- desde donde se descubría la vasta campiña desigual y
montuosa. Una muchedumbre inmensa cubría a lo lejos los campos y las entradas
de la ciudad construida por Daoud (David). Para contemplar a la reina de Saba
desde cerca o desde lejos, el pueblo entero había invadido los accesos al
palacio y al templo; los albañiles habían abandonado las obras de Gelboé, los
carpinteros habían dejado las lejanas canteras; los mineros habían salido a la
luz del sol. La voz de la famosa reina, recorriendo las comarcas vecinas, había
puesto en movimiento a todo aquel pueblo de trabajadores y les había conducido
hasta el centro de su obra.
Allí estaban, todos revueltos,
mujeres, niños, soldados, mercaderes, obreros, esclavos y apacibles ciudadanos
de Jerusalén; llanuras y valles apenas eran suficientes para contener aquel
inmenso tumulto, y a más de una milla de distancia los ojos de la reina se
posaban, extrañada, sobre un mosaico de seres humanos que se escalonaban en
anfiteatro hasta perderse en el horizonte. Algunas nubes, interceptando aquí y
allá al sol que inundaba esa escena, proyectaban sobre aquel mar viviente
algunos fragmentos de sombra.
“Vuestro pueblo, dijo la reina
Balkis, es más numeroso que los granos de arena del mar...
- ¡Hay ahí gente de todos los países,
que han corrido hasta aquí para veros; y, lo que me extraña, es que el mundo
entero no esté sitiando Jerusalén en el día de hoy! Gracias a vos, los campos
están desiertos, la ciudad ha sido abandonada, y hasta los infatigables obreros
del maestro Adonirám...
- ¡En verdad!, interrumpió la princesa
de Saba, que andaba buscando un medio de honrar al artista: obreros como los de
Adoniram han de ser maestros. Son los soldados de este jefe de una milicia
artística... Maestro Adonirám, nos deseamos pasar revista a vuestro obreros,
felicitarles y cumplimentaros en su presencia.”
- El sabio Solimán, ante esas palabras,
levantó los brazos por encima de la cabeza en señal de estupor:
“¿Cómo, exclamó, reunir a los
obreros del templo, dispersos en medio de la fiesta, vagando por las colinas y
confundidos entre la multitud? Son muy numerosos, y sería en vano intentar
agrupar durante horas a tantos hombres de diferentes países y que hablan
distintas lenguas, desde el sánscrito del Himalaya, hasta los sonidos oscuros y
guturales de la salvaje Libia.
- No os preocupéis por eso, señor,
dijo con sencillez Adonirám; la reina nunca pediría algo que fuera imposible, y
sólo unos minutos serán suficientes.”
Tras estas palabras, Adonirám,
colocándose en el pórtico exterior y utilizando como pedestal un bloque de
granito que se encontraba allí cerca, se volvió hacia la numerosa multitud,
sobre la que posó su mirada. Hizo una señal, y todas las olas de aquel mar
palidecieron, ya que todos elevaron y dirigieron hacia él sus miradas.
La muchedumbre estaba atenta y
curiosa... Adonirám elevó el brazo derecho, y, con la mano abierta, trazó en el
aire una línea horizontal, del medio de la cual hizo caer una perpendicular,
dibujando de ese modo dos ángulos rectos en escuadra, como las que produce el hilo
a plomo suspendido de una regla, signo bajo el que los Sirios escriben la letra
T, trasmitida a los fenicios por los pueblos de la India, que la nombraron tha,
y que pasó más tarde a los griegos, que a su vez la llamaron tau.
Dibujando en estas antiguas lenguas,
mediante la analogía jeroglífica, ciertos útiles de la profesión masónica, la
figura T era un signo de concentración[27].
De modo que, apenas Adonirám la
había trazado en el aire, cuando un movimiento extraño se manifestó entre la
muchedumbre. Aquel mar de humanidad se estremeció, comenzó a agitarse, oleadas
de gente se dirigieron a distintos lugares, como si un huracán hubiera puesto
todo en movimiento. Al principio, sólo se percibía una confusión generalizada;
cada cual corría en sentido contrario. Pero pronto, comenzaron los grupos a
disgregarse, juntarse, separarse; los vacíos se rellenaban; legiones se
disponían en formaciones cuadrangulares; una parte de la multitud reculaba;
millares de hombres, dirigidos por jefes desconocidos, se organizaron como un
ejército distribuido en tres cuerpos principales, subdivididos en distintas
cohortes, espesas y profundas.
Entonces, y mientras Solimán
comienza a darse cuenta del mágico poder del maestro Adonirám, entonces, todo
se estremece; cien mil hombres en perfecta formación avanzan silenciosos y al
unísono por los tres lados. Sus pasos fuertes y acompasados hacen temblar la
campiña. En el centro se podían reconocer a los constructores y a cuantos
trabajan la piedra; los maestros en primera línea; después sus compañeros, y
detrás de estos, los aprendices. A su derecha y siguiendo la misma jerarquía,
iban los carpinteros, ebanistas, aserradores, talladores. A la izquierda, los
fundidores, cinceladores, herreros, mineros y cuantos trabajan la industria de
los metales.
Hay más de cien mil artesanos, y se
aproximan como las fuertes olas que invaden las orillas del mar...
Turbado, Solimán, retrocede dos o
tres pasos; vuelve la cabeza y sólo ve tras él la débil y brillante corte de
sus sacerdotes y cortesanos.
Tranquilo y sereno, Adonirám está de
pie cerca de los dos monarcas. Extiende el brazo; todo se detiene, y él se
inclina humildemente delante de la reina, diciendo:
“Vuestras órdenes han sido
ejecutadas.”
Poco faltó para que ella no se
prosternara ante aquel poderío oculto y formidable, tanto le impresionó la
sublime fuerza y sencillez de Adonirám.
Rápidamente, ella volvió a su
compostura, y con un gesto saludó a la milicia de las corporaciones allí
reunidas. Después, quitándose un magnífico collar de perlas del que colgaba un
sol de piedras preciosas, encuadrado en un triángulo de oro, ornamento
simbólico, ella hizo el gesto de ofrecérselo a las distintas corporaciones y
avanzando hacia Adonirám, que, de rodillas ante ella, sintió temblando cómo caía
sobre su pecho y espalda semidesnudos aquel precioso regalo.
En ese mismo instante una inmensa
aclamación respondió desde las
profundidades de la multitud al generoso acto de la reina de Saba. Y mientras
la cabeza del artista estaba cerca del rostro radiante y del palpitante seno de
la princesa, ésta le murmuró en voz baja: “Maestro, ¡tened cuidado y sed
prudente!”
Adonirám elevó sus grandes ojos
deslumbrados, y Balkis se admiró ante la dulzura penetrante de aquella mirada
tan noble.
“¿Quién es pues, se preguntaba
Solimán ensoñador, este mortal que somete a los hombres tanto como la reina lo
hace sobre los habitantes del aire?... Una señal de su mano hacer surgir
ejércitos; mi pueblo es suyo, y mi dominación se ve reducida a un miserable
rebaño de cortesanos y sacerdotes. Un simple parpadeo le haría rey de Israel.”
Esas preocupaciones no le
permitieron observar la contención de Balkis, que seguía con la mirada al
verdadero jefe de aquella nación, rey de la inteligencia y del genio, pacífico
y paciente árbitro del destino del elegido del Señor.
El regreso al palacio fue
silencioso; la existencia del pueblo acababa de ser revelada al sabio
Solimán..., que creía saber todo y ni siquiera lo había comprendido. Educado en
el campo de las doctrinas; vencido por la reina de Saba, que mandaba sobre las
bestias del aire; vencido por un artesano que mandaba a los hombres, el
Eclesiasta, entreviendo el porvenir, meditaba sobre el destino de los reyes, y
se decía: “estos sacerdotes, antaño mis preceptores; hoy mis consejeros,
encargados de la misión de enseñarme todo, me han camuflado todo, ocultando mi
ignorancia. ¡Oh, confianza ciega de los reyes!, ¡Oh, vanidad de la
sabiduría!... ¡vanidad!, ¡vanidad!”.
Mientras que la reina se abandonaba
a sus ensueños, Adonirám retornaba a su taller, apoyado familiarmente sobre su
discípulo Benoni, ebrio de entusiasmo, y que celebraba las gracias y el sin par
talante de la reina Balkis.
Pero, más taciturno que nunca, el
maestro guardaba silencio. Pálido y con la respiración entrecortada, a veces se
abrazaba su amplio pecho con las manos crispadas. Una vez en el santuario de
sus trabajos, se encerró solo, lanzó una mirada a una estatua todavía esbozada,
la halló imperfecta y la destrozó. Finalmente, cayó abatido sobre un banco de roble,
y tapándose la cara con ambas manos, exclamó con voz entrecortada: “¡Diosa
adorable y funesta!... ¡qué desgracia! ¡por qué mis ojos han tenido que ver a
esa perla de Arabia!”...
IV. Mello
El narrador nos relata “la trampa que Solimán tendió a
la Reina de Saba en Mello...”
Fue en Mello, ciudad situada en lo alto de una colina desde la que se
puede ver en toda su extensión el valle de Josafat; donde el rey Solimán se
propuso agasajar a la reina de los sabeos. La hospitalidad del campo es más
cordial: el frescor del agua, el esplendor de los jardines, la agradable sombra
de los sicómoros, tamarindos, laureles, cipreses, acacias y terebintos
despierta en los corazones los sentimientos más tiernos. Solimán también estaba
satisfecho de poder disfrutar de su morada campestre; ya que, en general, los
soberanos prefieren mantener a sus iguales apartados, y guardarles para sí
mismos, antes que exponerse junto a sus rivales a los comentarios de la gente
de su capital.
El valle verdeante estaba sembrado de tumbas blancas, protegidas por
pinos y palmeras: y desde allí se podían ver las primeras laderas del valle de
Josafat.
Entonces, Solimán dijo a Balkis:
“¡Qué mejor y más digno objeto de meditación para un rey, que el
espectáculo de nuestro final común! Aquí, cerca de vos, reina mía, están los
placeres, puede que la felicidad; allá abajo, la nada, el olvido.
-
Reposamos
de las fatigas de la vida con la contemplación de la muerte.
-
En estos
momentos, señora, yo la temo; la muerte separa... ¡ojalá que yo no tenga que
aprender demasiado pronto de su consuelo!”
Balkis echó una mirada furtiva a su anfitrión, y le vio realmente
emocionado. Revestido de la luz del crepúsculo, Solimán le pareció hermoso.
Antes de penetrar al salón del festín, los augustos anfitriones
contemplaron la mansión con los últimos reflejos del sol, respirando los
voluptuosos perfumes de los naranjos que embalsamaban la puesta del sol y la
llegada de la noche.
Esta espaciosa residencia está construida al gusto sirio. Elevada sobre un
bosque de finas columnas, dibuja sobre el cielo sus torrecillas y pabellones de
cedro, revestidos de elegantes molduras. Las puertas abiertas dejaban entrever
cortinajes de púrpura de Tiro, divanes de seda tejida en la India, rosetones
con incrustaciones de piedras preciosas, muebles de madera de limonero y
sándalo, jarrones de Tebas, vasos de pórfido o lapislázuli, rebosantes de
flores, trípodes de plata en donde se quemaba el áloe, la mirra y el benjuí;
lianas que trepaban por los pilares y se extendían a lo largo de las murallas:
ese hermoso lugar parecía consagrado al amor. Pero Balkis era sabia y prudente:
su sentido común la protegía del momento mágico de Mello.
“Tímidamente recorro con vos este
pequeño castillo, dijo Solimán: pues desde que vuestra presencia lo honra, me
parece mezquino. Las villas de los Himayaríes son, sin duda, más ricas.
- No,
exactamente; pero, en nuestro país, las columnas más esbeltas, las molduras,
las estatuillas, los campaniles festoneados se construyen en mármol. Nosotros esculpimos
en piedra lo que vosotros sólo talláis en madera. Por otra parte, nuestros
ancestros no han cosechado la gloria gracias a vanas fantasías. Ellos han
llevado a cabo una obra que hará su recuerdo eternamente bendito.
- ¿Cuál
es esa obra? El conocimiento de las grandes empresas exalta el pensamiento.
- Antes
de nada, debo confesar que la feliz y fértil región del Yemen, al principio,
era una zona árida y estéril. Nuestro país no recibió del cielo ni ríos ni
arroyuelos. Mis antepasados han triunfado sobre la naturaleza y creado un edén
en medio del desierto.
- Reina,
habladme de esos prodigios.
- En
el corazón de las altas montañas que se elevan al este de mis estados y sobre
la vertiente en la que se sitúa la ciudad de Mareb, serpenteaban, aquí y allá
torrentes y arroyuelos que se evaporaban en el aire, se perdían en los abismos
y en el fondo de los pequeños valles antes de llegar a la llanura,
completamente seca. Gracias a una obra de siglos, nuestros antiguos reyes
consiguieron concentrar todas las aguas sobre una meseta de muchas leguas, en
la que excavaron un inmenso aljibe sobre el que hoy en día se puede navegar
como si fuera un golfo. Hubo que apuntalar la escarpada montaña con
contrafuertes de granito más altos que las pirámides de Gizeh, arriostrados por
bóvedas ciclópeas, de tales dimensiones, que bajo ellas puede circular con
facilidad un ejército de caballería y elefantes. Este inmenso e inagotable
estanque se desliza en cascadas argentinas sobre acueductos, amplios canales
que, divididos en pequeños surcos, transportan las aguas a lo largo de la
llanura y riegan así la mitad de nuestras comarcas. Gracias a esta sublime obra
tenemos opulentas cosechas, industrias fecundas, numerosos prados, árboles
seculares y profundos bosques que conforman la riqueza y el encanto del dulce
país del Yemen. Tal es, señor, nuestro “mar de bronce”, sin ánimo de despreciar
al vuestro que, por supuesto, es una curiosa invención.
- ¡Noble
creación! -exclamó Solimán- que imitaría con orgullo de no ser porque Dios, en
su infinita clemencia, nos ha repartido las abundantes y benditas aguas del
Jordán.
- Ayer
lo atravesé vadeándolo, añadió la reina; y el agua no les llegaba a mis
camellos ni a la rodilla.
- Es
peligroso invertir el orden de la naturaleza, pronunció el sabio, y crear, sin
la intercesión de Jehová, una civilización artificial, un comercio, una
industria, poblaciones subordinadas a la duración de una obra de los hombres.
Nuestra Judea es árida; no tiene más habitantes que los que puede alimentar, y
las artes que los sustentan son el producto regular del sol y del clima. Cuando
vuestro lago, esa copa cincelada en las montañas, se rompa; esas construcciones
ciclópeas se derrumben, y seguro que un día llegará ese infortunio... vuestro
pueblo, desposeído del tributo de las aguas, expirará consumido por el sol,
devorado por el hambre en medio de esas campiñas artificiales”.
Embargada por la aparente profundidad
de esa reflexión, Balkis se quedó pensativa.
“Es más, prosiguió el rey, estoy
seguro de que ya los arroyos de la montaña están erosionando barrancos y buscan
el modo de escapar de su prisión de piedra, que socavan sin cesar. La tierra
está sujeta a temblores, el tiempo arranca las rocas, el agua se filtra y huye
como las culebras. Además, sobrecargado con tal amasijo de agua, vuestro
magnífico estanque, que se consiguió construir cuando no había agua, sería
imposible de reparar. ¡Oh, reina! Vuestros antepasados han legado a vuestro
pueblo el futuro caduco de un montón de piedras. La esterilidad les habrá hecho
industriosos; y han sacado partido de un suelo en el que perecerán sin saber
qué hacer y consternados, al tiempo que las primeras hojas de los árboles,
cuando los canales cesen un buen día de humedecer sus raíces. No se debe tentar
a dios, ni corregir sus obras. Lo que él hace, bien hecho está.
- Ese
razonamiento, continuó la reina, proviene de vuestra religión, empequeñecida
por las sombrías doctrinas de vuestros sacerdotes, que sólo sirven para
inmovilizar, para mantener a vuestro pueblo en la ignorancia y para reprimir
bajo su tutela cualquier atisbo de independencia que presente la humanidad.
¿Acaso ha sembrado y arado dios los campos?, ¿ha sido dios el fundador de
ciudades y el constructor de palacios? ¿Fue él quien puso a disposición de los
hombres el hierro, el oro, el cobre y todos esos metales que brillan en el
templo de Solimán? No. Él ha transmitido a sus criaturas el genio creador, la
actividad; él sonríe ante nuestros esfuerzos, y, en nuestras torpes creaciones,
él reconoce el espíritu de su alma, con el que ha esclarecido la nuestra. Al
creer celoso a ese dios, vos limitáis su poder, consideráis divinas vuestras
facultades, mientras que materializáis las suyas. ¡Oh, rey! los prejuicios de
vuestra religión algún día se convertirán en un obstáculo para el progreso de
la ciencia, el impulso del genio, y una vez constreñidos y debilitados los
hombres, ellos harán lo mismo con su dios y al reducirle a su propio tamaño,
acabarán por negarle.
- Sutil,
dijo Solimán con una sonrisa amarga; sutil, pero engañoso...”
La reina continuó:
“Entonces,
no suspiréis cuando mi dedo se pose sobre vuestra secreta herida. Vos estáis
solo, en este reino, y sufrís: vuestras intenciones son nobles, audaces, pero
la constitución jerárquica de esta nación pesa sobre vuestras alas; vos os
decís, y aún es poco para vos: ¡Yo dejaré a la posteridad la estatua de un rey
demasiado grande para un pueblo demasiado pequeño! En cambio, por lo que
respecta a mi imperio, la diferencia es notable... Mis antepasados han
preferido el anonimato para hacer más grandes sus obras. Trentaiocho monarcas
sucesivos han añadido algunas piedras al lago y a los acueductos de Mareb: y
aunque los siglos venideros olviden sus nombres, sus obras seguirán cubriendo
de gloria a los sabeos; y si un día todo se derrumba, si la tierra, avara,
retoma sus ríos y arroyos, el suelo de mi patria, fertilizado por mil años de
cultivo, continuará produciendo; los grandes árboles que proyectan su sombra a
lo largo y ancho de las llanuras, conservarán el frescor, protegerán las
albercas y las fuentes, y el Yemen, conquistado una vez a las arenas del
desierto, guardará hasta el fin de los tiempos el dulce nombre de “Arabia
feliz”... Y, vos, de haber tenido más libertad, habríais podido ser grande para
mayor gloria de vuestro pueblo y felicidad de los hombres.
- Ya
veo a qué aspiraciones vos llamáis a mi alma... Demasiado tarde; mi pueblo es
rico; la conquista o el oro le procura lo que Judea no produce; y para la
madera de construcción, mi prudencia ha suscrito tratados con el rey de Tiro;
los cedros y pinos del Líbano se amontonan en mis almacenes; nuestras naves
rivalizan en los mares con las de los fenicios.
- Vos os consoláis con vuestra grandeza,
basada en la atención paternalista de vuestra administración”, dijo la
princesa, triste y condescendiente.
Esa
reflexión fue seguida de un momento de silencio; las espesas tinieblas
disimularon la emoción que se imprimía en el rostro de Solimán, que murmuró con
una dulce voz: “Mi alma se ha unido a la vuestra y mi corazón la sigue.”
En parte
turbada, Balkis lanzó una mirada furtiva a su alrededor; los cortesanos se
habían apartado. Las estrellas brillaban sobre su cabeza a través de las ramas
de los árboles, sembrando flores de oro. Cargada con el perfume de los lirios,
nardos, glicinas y mandrágoras, la brisa nocturna cantaba entre las tupidas
ramas de los mirtos; el incienso de las flores había tomado la palabra; el aire
llevaba bálsamo en su aliento; a lo lejos zureaban las palomas; el ruido de las
aguas acompañaba al concierto de la naturaleza; brillantes insectos y
flamígeras mariposas paseaban su lustroso esplendor en medio de aquella
atmósfera tibia y plena de voluptuosas emociones. La reina se sintió embargada
por una languidez embriagadora; la tierna voz de Solimán penetraba en su
corazón y la atrapaba con su encanto.
¿Le
gustaba Solimán, o bien le soñaba como ella hubiera querido amarle?... Tras
haberle dado una lección de modestia, ella se comenzaba a interesar por él.
Pero esa empatía surgida de la calma del razonamiento, mezcla de una dulce
piedad y tras la victoria de la mujer, no era ni espontánea, ni entusiasta.
Dominándose a sí misma, igual que lo había hecho con los pensamientos y
opiniones de su huésped, reflexionaba que quizá podría llegar a amarle a través
de la amistad, pero ¡ese camino era tan largo!
Y
Salomón estaba subyugado, deslumbrado, pasando furiosamente del despecho a la
admiración, del desaliento a la esperanza, y de la cólera al deseo, pues ya
había recibido más de una herida, y para un hombre, amar demasiado pronto,
suponía correr el riesgo de que sólo él pudiera amar.
Además,
la reina de Saba era reservada; su superioridad constantemente había dominado a
todo el mundo, incluido al propio Solimán. Tan solo el escultor Adonirám[28]
había conseguido por un instante mantener su atención: ella no había podido
penetrar en su interior: su imaginación había vislumbrado en él un misterio;
pero esa viva curiosidad de un instante sin duda alguna ya se había
desvanecido. Y no obstante, ante la visión de Adonirám, por primera vez, esta
mujer de notoria fortaleza pensó y se dijo: he ahí un hombre.
Podría
ser que esa visión pasajera, aunque reciente, hubiera rebajado ante ella el
prestigio de Solimán, y prueba de ello sería que una o dos veces, cuando la
conversación vino a recaer sobre el artista, ella se contuvo y cambió de tema.
Fuera lo
que fuese, el hijo de David se enardeció rápidamente: la reina ya estaba
acostumbrada a ese carácter; él se anticipó diciendo que seguía el ejemplo de
todo el mundo; pero supo expresarlo con gracia; la hora era propicia, Balkis en
edad de amar, y, por la virtud de las tinieblas, curiosa y enternecida.
Pero de
pronto, las antorchas proyectaron rojos destellos sobre los arbustos,
anunciando que la cena estaba servida. “¡En qué mal momento!” - pensó el rey –
“¡Saludable asunto!” – pensó la reina...
Se
sirvió la cena en un pabellón construido al gusto fantasioso y desenfadado de los
pueblos de las orillas del Ganges. La sala octogonal estaba iluminada con
cirios de colores y fanales en los que ardía nafta mezclada con perfume; la luz
tamizada surgía a través de los ramos de flores. En la antesala, Solimán
ofreció la mano a su invitada, que adelantando su pequeño pie, lo retiró de
inmediato vivamente sorprendida. La sala estaba cubierta por una superficie de
agua en la que se reflejaban la mesa, los divanes y los cirios.
“¿Qué os
detiene?” –preguntó extrañado Solimán. Balkis entonces quiso mostrarse por
encima del miedo, y con un gesto encantador, alzó sus vestiduras y fue a sumergirse
con firmeza.
Pero el
pie fue rechazado por una superficie sólida. “¡Ay, reina, ¿veis? – dijo el
sabio -, el más prudente puede equivocarse al juzgar las apariencias; yo he
querido sorprenderos y por fin lo he conseguido... Vos estáis caminando sobre
un suelo de cristal[29]”.
Ella
sonrió, haciendo un movimiento de hombros, más de divertimento que de
admiración, y seguramente lamentó que no la hubiera sabido asombrar de otro
modo.
Durante
el festín, el rey fue galante y solícito; sus cortesanos le rodeaban, y él
reinaba en medio de todos ellos con majestad tan incomparable que la reina se
sintió ganada por el respeto. La etiqueta se observaba en la mesa de Solimán
rígida y solemne.
Los
manjares eran exquisitos, variados, pero excesivamente salados y con abundantes
especias: nunca se había enfrentado Balkis a semejantes condimentos. Supuso que
ese era el gusto de los hebreos; y no menos se sorprendió al ver que ese
pueblo, que se nutría con tales salazones, se abstenía de beber. No había
copero del rey; ni una gota de vino ni de hidromiel, y ni una sola copa sobre
la mesa.
A Balkis
le ardían los labios, tenía el paladar reseco, y como el rey no bebía, ella no
osaba pedir bebida alguna; la dignidad del príncipe se lo impedía.
Acabada
la cena, los cortesanos se dispersaron poco a poco y fueron desapareciendo
entre las profundidades de una galería apenas iluminada. Muy pronto, se
encontró la reina de Saba a solas con Solimán, más galante que nunca, con los
ojos plenos de ternura y que de solícito pasó a casi agobiante.
Superando
su apuro, la reina sonriente y bajando la vista se levantó con la intención de
retirarse.
“¡Cómo!
Exclamó Solimán, ¿vais a dejar de este modo a vuestro humilde esclavo sin una
palabra, sin una esperanza, sin una prenda de vuestra compasión?. Esta unión
con la que he soñado tanto, esa felicidad sin la que ya no sabría vivir, esta
pasión ardiente y sometida que os imploro sin recompensa, ¿arrojaréis todo esto
a vuestros pies?”.
Él la
había agarrado una mano, que le abandonaba retirándola sin esfuerzo; pero él se
resistía. Ciertamente, Balkis había pensado más de una vez en esta alianza;
pero no al precio de perder su libertad y su poderío. De modo que ella insistió
en su deseo de retirarse, y Solimán se vio obligado a ceder.
“Sea –dijo
él- dejadme, pero voy a poneros dos condiciones a vuestra retirada.
-
Hablad.
-
La noche es dulce y aún más dulce es vuestra
conversación. ¿Me acordaríais otra hora?
-
Consiento en ello.
-
La segunda condición es que cuando salgáis de aquí, no
os llevéis nada que me pertenezca.
-
¡Os lo otorgo! y de todo corazón –respondió Balkis
riendo a carcajadas.
-
¡Reíd!, mi reina; a gente más rica he visto ceder ante
las tentaciones más raras.
-
¡De maravilla!, vos sois ingenioso para salvar vuestro
amor propio. No más engaños, hagamos un tratado de paz.
-
Un armisticio, es lo que al menos yo espero...”
Continuaron
con la charla, y Solimán se empleó a fondo, bien aprendida la lección, en hacer
hablar a la reina tanto como pudo. Un surtidor de agua, que murmuraba al fondo
de la sala, le servía de acompañamiento.
Ahora
bien, si hablar demasiado reseca la garganta, cuánto más si se ha comido sin
beber ni una gota y se han hecho los honores de unos manjares excesivamente
salados. La hermosa reina de Saba se moría de sed; hubiera dado una de sus
provincias por una pátera de agua pura.
Pero aún
así, no se atrevía a mostrar tan ardiente deseo. Y la fuente clara, fresca,
argentina y socarrona chisporroteaba junto a ella, lanzando perlas que volvían
a caer en el aljibe con alegre ruido. Y la sed crecía, y la reina jadeante no
podía aguantar más.
Mientras
seguía hablando, y viendo a Solimán medio distraído y con cierto torpor, la
reina comenzó a pasear como quien no quiere la cosa por en medio de la sala, y
por dos veces, aún pasando muy cerca de la fuente, no se atrevió...
Pero el
deseo se hizo irresistible. La reina volvió sobre sus pasos y echando una
rápida ojeada, sumergió furtivamente su bella mano haciendo un cuenco con ella;
luego, volviéndose, bebió ávidamente aquel sorbo de agua pura.
Solimán
se levantó, se acercó, se apoderó de la mano mojada y lustrosa, y de un tono
tan festivo como resuelto dijo:
“Una
reina sólo tiene una palabra, y conforme a los términos pactados con la
vuestra, vos me pertenecéis.
-
¿Qué queréis decir?
-
Vos me habéis robado el agua...y, como vos misma habéis
constatado muy juiciosamente, el agua es un bien escaso en mis estados.
-
¡Ah! Señor, ¡eso es trampa, y jamás aceptaré un esposo
tan torticero!
-
Entonces, no le queda más que probaros que es aún más
generoso. Si él os da la libertad, si a pesar de este compromiso formal...
-
Señor, interrumpió Balkis bajando la cabeza, nosotros
debemos dar a nuestros súbditos ejemplo de lealtad.
-
Señora, repuso, cayendo de rodillas ante Balkis,
Solimán, el príncipe más cortés de los tiempos pasados y futuros, esa palabra
es vuestro rescate”
Y
levantándose de inmediato, tocó una campanilla: veinte servidores aparecieron
corriendo provistos de una gran variedad de refrescos, y acompañados por los
cortesanos. Solimán articuló estas palabras con majestad: “¡Ofreced bebida a
vuestra reina!“
Tras
esas palabras, los cortesanos cayeron prosternados ante la reina de Saba a la
que comenzaron a adorar. Pero ella, palpitante y confusa, temía haberse
comprometido más allá de lo que habría deseado.
“¡Yaman! ¡Yaman! ¡Yamanî!...
¡Sélam-Aleik Belkiss-Makéda! Makéda!...
¡Yamanî! ¡Yamanî!...”
y que
venía a decir:
“¡Yemen!, ¡oh, país del Yemen!...
¡que
la paz sea contigo, Balkis, la grande!
¡oh,
país del Yemen!”
Esa crisis de nostalgia sólo podía
explicarse por la relación que existía antaño entre los pueblos de Saba y de
Abisinia, ubicados en el borde occidental del Mar Rojo, y que constituían todos
ellos el imperio de los Himyaríes. Sin duda, de ahí provenía la admiración de
este oyente, hasta entonces silencioso, hacia el relato precedente, que formaba
parte de las tradiciones de su país. También puede ser que le hiciera feliz el
hecho de que la gran reina hubiera podido escapar a la trampa tendida por el
sabio Salomón.
Como sus monótonos cánticos duraban ya
mucho tiempo importunando a la clientela habitual, algunos gritaron que ese
tipo era melbous (fanático) y le condujeron suavemente hasta la puerta.
El dueño del café, inquieto por los cinco o seis paras (tres céntimos)
que le debía ese cliente, se apresuró a perseguirle fuera del café. Todo debió
terminar bien, ya que el cuenta cuentos retomó pronto su narración en medio del
más religioso silencio.
V. El mar de bronce
El narrador nos relata “cómo Adonirám es traicionado para
hacer fracasar su obra magna. Solimán lo sabe pero calla (¿será el
instigador?). La terrible muerte de Benoni, único amigo y discípulo de
Adonirám...”
A fuerza
de trabajos y noches en vela, el maestro Adonirám había acabado sus modelos, y
excavado en la arena los moldes de sus colosales esculturas. Profundamente
excavada y perforada, la llanura de Sión había recibido ya los cimientos del
mar de bronce destinado a ser fundido in situ, y sólidamente apuntalado por
contrafuertes de albañilería que más tarde serían sustituidos por los leones,
esfinges gigantescas destinadas a servir de soportes. Con barras de oro macizo,
rebeldes a fusionarse con el bronce, y diseminadas aquí y allá, se iba a
revestir el molde de este gigantesco recipiente. La fundición líquida,
invadiendo por diferentes cañerías el espacio vacío comprendido entre los dos
planos, debía aprisionar los lingotes de oro y hacer cuerpo con esos preciosos
jalones refractarios.
Siete
veces el sol había hecho el recorrido de la tierra desde que el mineral hubiera
comenzado a hervir en el horno cubierto de una alta y maciza torre de
ladrillos, que se elevaba a sesenta codos del suelo con un cono abierto, del
que se escapaba una vorágine de humo rojo y de llamaradas azules recamadas de
brillantes destellos.
Una
excavación, practicada entre los moldes y la base del alto horno, debía servir
de lecho al río de fuego cuando llegara el momento de abrir con barras de
hierro las entrañas del volcán.
Para
proceder a la gran obra del colado de los metales, se escogió la noche: era el
momento en el que se podía seguir la operación, pues el bronce; luminoso y
blanco, iluminaría su propia marcha; de modo que si el metal resplandeciente
preparara alguna trampa, se escapara por alguna fisura o abriera una grieta por
alguna parte; él mismo se desenmascararía gracias a las tinieblas.
A la
espera de la solemne prueba que debía inmortalizar o desacreditar el nombre de
Adonirám, el pueblo de Jerusalén estaba emocionado. De todas partes del reino,
abandonando sus ocupaciones, habían acudido los obreros, y la tarde que
precedió a la noche fatal, desde la puesta del sol, las colinas y las montañas
de los alrededores estaban llenas de curiosos.
Ningún
forjador jamás había aceptado de su jefe, y a pesar de las contradicciones, un
desafío tan terrible como éste. En todas las ocasiones, el momento de la
fundición es seguido con vivo interés, y con frecuencia, cuando se forjaban
piezas importantes, el rey Solimán se había dignado pasar la noche en las
forjas con sus cortesanos que se disputaban el honor de acompañarle.
Pero el
forjado del mar de bronce era un trabajo gigantesco, un desafío del genio al
prejuicio humano que, en opinión de los más expertos, todos habían declarado
como una obra imposible.
Por eso
mismo, gente de todas las edades y de todo el país, atraídos por el espectáculo
de esta lucha, invadieron desde primera hora de la mañana la colina de Sión,
cuyos bordes estaban siendo vigilados por legiones de obreros. Calladas
patrullas recorrían la multitud para mantener el orden e impedir el ruido...
fácil tarea, ya que, por orden del rey se había prescrito, tras el toque de
trompeta, el silencio absoluto bajo pena de muerte; precaución indispensable
para que las órdenes pudieran ser transmitidas con certeza y rapidez.
Ya había
descendido la estrella de la tarde sobre el mar; la noche profunda, aún más
densa a causa de las nubes doradas por el efecto del horno, anunciaba que el
momento estaba próximo. Seguido de los jefes de los obreros, Adonirám, a la
claridad de las antorchas, lanzó un último vistazo a los preparativos,
corriendo de acá para allá. Bajo el vasto cobertizo adosado al horno, se
entreveía a los fundidores, tocados con cascos de cuero de amplias alas
plegadas y vestidos con largas túnicas blancas de manga corta, ocupados en
arrancar a la garganta abierta del horno, y ayudados de largos ganchos de
hierro, masas pastosas de espuma medio vitrificadas, escorias que arrojaban
lejos; otros, encaramados sobre andamios soportados por sólidas estructuras de
carpintería, lanzaban desde lo alto del edificio serones de carbón a la lumbre,
que rugía al impetuoso soplo de los aparatos de ventilación. De todas partes,
multitud de compañeros armados de picos, estacas, tenazas; vagaban, proyectando
tras de sí el rastro de sus sombras alargadas. Estaban casi desnudos: ceñidos
sus costados de recios cinturones de franjas; envolvían las cabezas con gorros
de lana y las piernas estaban protegidas con armaduras de madera recubiertas de
correas de cuero. Ennegrecidos por la carbonilla, parecían rojos al reflejo de
las brasas; se les podía ver aquí y allá como a demonios o espectros.
Una
fanfarria anunció la llegada de la corte: Solimán apareció con la reina de Saba
y fue recibido por Adonirám, que le condujo hasta el trono improvisado para sus
nobles invitados. El artista vestía un peto de piel de búfalo; un mandilón de
lana blanca que le bajaba hasta las rodillas; sus nervudas piernas estaban
protegidas por una especie de polainas de piel de tigre, y los pies descalzos,
ya que él podía pisar impunemente el metal al rojo vivo.
- “¡Aparecéis
en todo vuestro poderío - dijo Balkis al rey de los obreros- como la divinidad
del fuego. Si vuestra empresa culmina con éxito, nadie podrá vanagloriarse
desde esta noche de ser más grande que el maestro Adonirám!...”
El
artista, a pesar de sus preocupaciones, iba a responder, cuando Solimán,
siempre sabio y algunas veces celoso, le detuvo:
- “Maestro
–le dijo en un tono imperativo- no perdáis un tiempo precioso; retornad a
vuestro trabajo y que vuestra presencia aquí no nos haga responsables de algún
accidente.”
La reina
le saludó con un gesto y él desapareció.
- “¡Si
tiene éxito y culmina su obra –pensó Solimán- con qué magnífico monumento habrá
honrado al templo de Adonai; pero también qué brillo
añadirá a su ya temible poderío!”
Al poco
tiempo, volvieron a ver a Adonirám delante del horno. Las brasas, que le
iluminaban desde abajo, realzaban su estatura haciendo trepar su sombra contra
el muro, en el que estaba enganchada una gran hoja de bronce sobre la que el
maestro dio veinte golpes con un martillo de hierro. Las vibraciones del metal
resonaron a lo lejos, y el silencio se hizo aún más profundo. De pronto,
armados de palancas y de picos, diez fantasmas se precipitaron en la excavación
practicada bajo la hoguera del horno, colocada mirando hacia el trono. Los
fuelles dejaron oír sus últimos estertores,, expiraron, y ya no se escuchaba
más que el ruido sordo de los picos de hierro penetrando en la greda calcinada
que sella el orificio por donde va a arrojarse la fuente líquida. Muy pronto,
el lugar excavado toma un color violeta, luego púrpura, enrojece, se aclara, se
convierte en un color anaranjado; un punto blanco se dibuja en el centro, y
todos los operarios, salvo dos de ellos, se retiran. Estos últimos, bajo la
supervisión de Adonirám, se aplican en rebajar la costra en torno al punto
luminoso, evitando perforarlo... El maestro observa con ansiedad.
Durante
todos estos preparativos el fiel compañero de Adonirám, el joven Benoni que le
mostraba una constante devoción, recorría los grupos de obreros, vigilando el
celo de cada uno, observando que las órdenes fueran cumplidas, y juzgando todo
por sí mismo.
Y
ocurrió que el joven acudiendo, espantado, a los pies de Solimán, se prosternó
y dijo:
- “¡Señor,
haced suspender la fundición, todo se ha perdido, hemos sido traicionados!”
No era
habitual bajo ningún concepto que se abordara de ese modo al príncipe sin haber
sido autorizado previamente; y ya se acercaba la guardia a ese joven temerario,
cuando Solimán les hizo seña de que se alejaran, e inclinándose hacia el
arrodillado Benoni, le dijo en un susurro:
- “Explícate
en pocas palabras”.
- “Yo andaba
haciendo el recorrido alrededor del horno: detrás del muro había un hombre
inmóvil, que parecía estar esperando algo; al momento llegó un segundo hombre,
que dijo a media voz al primero: ¡Vehmamiah! y al que se le replicó: ¡Eliael![30] Al rato, llegó un
tercer hombre que también pronunció: ¡Vehmamiah! y al que también se
respondió ¡Eliael!
Enseguida uno de ellos gritó:
- Él ha
sometido a los carpinteros bajo la férula de los mineros.
El segundo dijo:
- Ha
subordinado a los albañiles a los mineros.
El tercero afirmó:
- Ha
querido reinar sobre los mineros.
A lo que el primero repuso:
- Está
dando todo el poder a los extranjeros.
Y el segundo continuó:
- Y ni
siquiera tiene una patria
A lo que añadió el tercero:
- Es
verdad.
- Los
compañeros son hermanos..., volvió a decir el primer hombre.
- Las
corporaciones deben tener los mismos derechos, continuó el segundo.
- Cierto,
repuso el tercero.
“Enseguida me percaté de que el primero que había
hablado era albañil, porque enseguida dijo:
- He
puesto caliza en los ladrillos, para que se deshagan y la cal los convierta en
polvo.
“El segundo era carpintero, porque dijo:
- Yo he
alargado los tablones transversales que sostienen las vigas, de manera que las
llamas las alcancen.
“El tercero trabajaba los metales, y estas fueron
sus palabras:
- Yo he
recogido del ponzoñoso lago de Gomorra lavas de asfalto y azufre que he
mezclado con la fundición.
“En ese momento una lluvia de chispas iluminó todas
las caras y pude ver que el albañil era sirio y se llamaba Phanor; el
carpintero era un fenicio al que le llaman Amrou; y el minero, un judío de la
tribu de Rubén, de nombre Méthousaël.
Gran rey, he venido volando hasta tus pies:
¡extended vuestro cetro y detened los trabajos!
- Es
demasiado tarde, dijo Solimán pensativo; el cráter ya se esta abriendo; guarda
silencio, no molestes a Adonirám, y dime de nuevo esos tres nombres.
- Phanor, Amrou, Méthousaël.
- ¡Que se
haga según la voluntad de Dios!”
Benoni
miró fijamente al rey y salió huyendo con la velocidad del rayo.
Mientras
tanto, la tierra cocida caía alrededor de la embocadura amordazada del horno,
bajo los golpes redoblados de los mineros, y la delgada capa que se iba
reduciendo, era tan luminosa, que parecía a punto de suplantar al sol durante
su profundo sueño nocturno... A una señal de Adonirám, los obreros se
separaron, y el maestro, mientras los martillos hacían retumbar el bronce,
levantando una maza de hierro, la clavó en la pared diáfana, hurgó dentro de la
grieta herida y la arranca con violencia. Al instante un torrente de líquido,
rápido y blanco, se lanza sobre el canal y avanza como una serpiente de oro
estriada de cristal y plata, hasta un estanque excavado en la arena, desde
donde al llegar, se dispersa y sigue su curso a lo largo de múltiples canales.
De
pronto, una luz púrpura y sangrienta iluminó, sobre los cerros, los rostros de
los numerosos espectadores; su resplandor penetraba la oscuridad de las nubes y
enrojecía la cresta de los peñascos lejanos. Jerusalén, emergiendo de entre las
tinieblas, parece ser pasto de las llamas. Un silencio profundo da a ese
solemne espectáculo el aspecto fantástico de un sueño.
Al
comenzar el vertido, se pudo entreve una sombra que hacía equilibrios por los
alrededores del lecho que la fundición iba a invadir. Un hombre se había
precipitado allí, y, a pesar de las prohibiciones impuestas por Adonirám, osaba
atravesar aquel canal destinado a recoger el fuego líquido. Nada más posar el
pie allí, el metal fundido le alcanzó, lo derribó y en un segundo lo hizo
desaparecer.
Adonirám
que sólo tenía ojos para su gran obra; conmocionado ante la idea de una
inminente explosión, se lanzó allí, poniendo su vida en peligro, y armado de un
gancho de hierro, lo hundió en el pecho de la víctima, que una vez enganchada,
alzó y con una fuerza sobrehumana la lanzó como un bloque de escoria a la
orilla, en donde aquel cuerpo incendiado se fue apagando a la vez que
expiraba... Ni siquiera había tenido tiempo de reconocer a su compañero, el
fiel Benoni.
Mientras
la fundición se extiende, chorreante, llenando las cavidades del mar de bronce,
cuyo enorme perfil ya comienza trazarse como una diadema de oro sobre la
sombría tierra, nubes de obreros llevando grandes braseros de fuego, profundas
bolsas forradas de largas tiras de hierro, las van sumergiendo uno a uno en el
estanque de fuego líquido, y corren acá y allá
para verter el metal en los moldes destinados a los leones, bueyes,
palmeras, querubines, las gigantescas esculturas que sostendrán el mar de
bronce. Increíble la cantidad de fuego que hacen beber a la tierra; apoyados
sobre el suelo, los bajorrelieves retrazan las siluetas claras y bermejas de
los caballos, toros alados, cinocéfalos, monstruosas quimeras nacidas del genio
de Adonirám.
“¡Sublime
espectáculo! -exclamó la reina de Saba- ¡qué grandiosidad!, ¡Oh, poderío del
genio de este mortal, que somete a los elementos y domeña a la naturaleza!
- ¡Aún no
ha vencido -repuso Solimán con amargura- Sólo Dios es todopoderoso!”.

VI. La aparición
El narrador nos relata “cómo, Adonirám contempló desolado
cómo su obra estaba a punto de venirse abajo; sus trabajadores le abandonaban;
Solimán y la Reina de Saba le despreciaban. Aparición del fantasma de
Tubal-Caín y viaje al mundo subterráneo de sus antepasados: Caín y el linaje de
los Maestros del fuego y de la forja de metales.”
De
pronto, Adonirám se dio cuenta de que el río de lava de la fundición se
desbordaba; la fuente demasiado abierta vomitaba torrentes; la arena con
demasiada sobrecarga comenzó a desplomarse. Miró atentamente al mar de bronce;
el molde rebosaba; una fisura se abría desde su vértice; la lava chorreaba por
todas partes.
Adonirám
lanzó un terrible grito, que el aire recogió y cuyo eco repitieron las
montañas. Y calculando que la tierra demasiado recalentada se vitrificaba,
Adonirám agarró un tubo flexible que desembocaba en un aljibe de agua, y, con
gesto precipitado, dirigió una columna de agua hacia la base de los
tambaleantes contrafuertes del molde que soportaban el gran receptáculo. Pero
la fundición, ya muy crecida, bajaba rodando hasta allí mismo: los dos líquidos
comenzaron a luchar; una masa de metal envolvía la columna de agua, la
aprisionaba, la atenazaba. Para librarse, el agua consumida se evaporaba y
hacía estallar todos los obstáculos que encontraba a su paso.
Una
detonación retumbó; la fundición, en chorros resplandecientes, saltó por los
aires a más de veinte codos de altura. Era como estar contemplando el momento
de la erupción en el cráter de un volcán furioso.
Y a ese
fragor lo siguieron llantos y gritos espantosos; ya que esa lluvia de estrellas
sembraba la muerte por todas partes; cada gota de la fundición era un dardo
ardiente que perforaba los cuerpos y los mataba. El lugar estaba cubierto de
gente agonizante, y al silencio le sucedió un inmenso grito de espanto. Era el
colmo del terror, cada cual huía como podía; el miedo al peligro precipitó en
el fuego a los que no habían alcanzado las brasas... los campos, iluminados,
resplandecientes de color púrpura, recordaban a aquella terrible noche en la
que Sodoma y Gomorra ardieron abrasadas por
los rayos de Jehová.
Adonirám,
corría por acá y por allá para reunir a sus obreros y cerrar la tremenda boca
de aquel abismo inagotable; pero sólo escuchaba quejas y maldiciones; no
encontró más que cadáveres: el resto se había dispersado. Únicamente Solimán
había permanecido impasible en el trono; la reina también había guardado la
calma y estaba junto a él, y la diadema y el cetro todavía brillaban en
aquellas tinieblas.
- “¡Jehová
le ha castigado! dijo Solimán a su invitada... y él me ha castigado, matando a
mis súbditos, a causa de mi debilidad, de mi bondad para con ese monstruo de
orgullo.
- La
vanidad que inmola tantas víctimas es criminal, pronunció la reina. Señor, vos
habéis podido perecer durante esta prueba infernal: el mar de bronce llovía a
nuestro alrededor.
- ¡Y vos
estabais aquí! ¡Y ese vil secuaz de Baal[31] ha
puesto en peligro una vida tan preciosa!. Partamos, mi Reina; sólo me ha
inquietado el veros en peligro”.
Adonirám,
que pasaba cerca de ellos, lo oyó; y se alejó rugiendo de dolor. Más allá, a lo
lejos, divisó a un grupo de obreros que le colmaron de desprecio, calumnias y
maldiciones.
Entonces,
se le acercó el sirio Phanor, que le dijo: “Tú eres grande; la fortuna te ha
traicionado, pero los albañiles no fueron sus cómplices”.
A su
vez, Amrou, el fenicio, se le acercó y le dijo: “Tú eres grande, y habrías sido
el vencedor si cada cual hubiera cumplido con su deber como así hicimos los
carpinteros”.
Y el
judío Méthousaël le dijo:
“Los
mineros hicieron su trabajo; pero son los obreros extranjeros los que, a causa
de su ignorancia, han comprometido toda la obra. ¡Ten coraje! Una obra aún más
grande nos vengará de este fracaso.
- ¡Ah!,
pensó Adonirám, estos son los únicos amigos que he encontrado...”
Le
resultó fácil evitar encuentros no deseados; todos le volvían la espalda, y las
tinieblas protegían las deserciones. Pronto, el resplandor de las brasas de la
fundición, cuya superficie rugía al enfriarse, sólo iluminaba a grupos lejanos
que poco a poco se perdían entre las sombras, Adonirám, abatido, buscaba a
Benoni:
“Él
también me ha abandonado...” murmuró con tristeza.
El
maestro se quedó solo al borde del río de fuego.
“¡Deshonrado!
Exclamó con amargura; ¡este es el fruto de una existencia austera, laboriosa y
dedicada a la gloria de un príncipe ingrato! ¡Él me condena, y mis hermanos
reniegan de mí! Y esa reina, esa mujer... ella estaba allí, ha visto mi
vergüenza, y he tenido que soportar su desprecio!
¿Pero dónde se halla, en esta hora de mi
sufrimiento, Benoni? ¡Sólo!, ¡estoy sólo y maldito! El futuro se ha cerrado.
Adonirám, ¡sonríe a tu liberación, y busca aquí, en este fuego, tu elemento y
rebelde esclavo!” Avanzó, calmado y resuelto, hacia el río de lava, que aún fluía
con oleadas de escoria candente, de metal fundido, que surgía y chisporroteaba
por todas partes al contacto con la humedad, o puede ser que la lava temblara
al encontrarse con los cadáveres. Espesos turbillones de humo violeta y leonado
se desprendían en apretadas fumarolas y velaban la escena abandonada de tan
lúgubre aventura. Y fue allí, en donde ese gigante fulminado cayó, y sentado
sobre la tierra se ensimismó meditabundo... la mirada fija en aquella humareda
de llamas que podían inclinarse y asfixiarle al primer soplo del viento.
Ciertas
formas extrañas, fugitivas, flamígeras, se dibujaban a veces entre los juegos
brillantes y lúgubres del vapor ígneo. Los ojos deslumbrados de Adonirám
entreveían, a través de aquel vapor, miembros de gigantes, bloques de oro,
gnomos que se disipaban en humo o se pulverizaban en destellos. Esas fantasías
no llegaban a distraerle de su desesperación y dolor. Sin embargo, pronto se
ampararon de su imaginación y delirio, y tuvo la impresión de que del seno de
las llamas se elevaba una voz rotunda y grave que pronunciaba su nombre. Tres
veces el turbillón mugió el nombre de Adonirám.
Nadie
a su alrededor... contempló ávidamente la turba incandescente, y murmuró: “¡La
voz del pueblo me llama!”.
Sin
apartar la mirada, se apoyó sobre una rodilla, extendió la mano, y distinguió
en el centro de la roja humareda una forma humana imprecisa, colosal, que
parecía tomar cuerpo entre las llamas y ensamblarse, para luego desintegrarse y
perderse. Todo se agitaba e incendiaba alrededor;... sólo esa figura permanecía
estática, cada vez más oscura en el luminoso vapor, o clara y brillante en el
seno de un amasijo de vapores negruzcos. El espectro comenzó a dibujarse,
adquirió relieve, se agrandó al acercarse, y Adonirám, espantado, se preguntaba
que qué bronce sería ese, dotado de vida.
El
fantasma avanzó. Adonirám lo contemplaba con estupor. Su gigantesco busto iba
cubierto con una dalmática sin mangas; los desnudos brazos estaban adornados
con anillos de hierro; la cabeza bronceada quedaba encuadrada por una barba
rectangular, rizada y trenzada en hileras,... tocado con una mitra bermeja;
llevaba un martillo en la mano. Sus grandes ojos, brillantes, se posaron sobre
Adonirám con dulzura, y con un tono de voz que parecía arrancado a las entrañas
del bronce dijo:
“Despierta
tu alma, levántate, hijo mío. He visto las desgracias de mi raza y he sentido
piedad hacia ella...
- Espíritu,
¿entonces, tú quién eres?
- La
sombra del padre de tus padres, el antepasado de los que trabajan y sufren. Ven,
cuando mi mano haya tocado tu frente, respirarás entre las llamas. No muestres
temor, igual que no has mostrado debilidad...”
De
pronto, Adonirám se sintió envuelto en un calor penetrante que le animaba sin
ahogarle; el aire que aspiraba era más sutil; una fuerza irresistible le
arrastraba hacia el vórtice de fuego en el que ya se sumergía su misterioso
compañero.
“¿Dónde
estoy?, ¿Cuál es tu nombre? ¿Adónde me arrastras?, murmuró.
- Al
centro de la tierra... al alma del mundo habitado; allí donde se erige el
palacio subterráneo de Enoc, nuestro padre, al que en Egipto llaman Hermes, y
en Arabia honran bajo el nombre de Edris[32].
- ¡Potencias
inmortales!, exclamó Adonirám; ¡oh, mi señor!, ¿entonces, es verdad? vos
seréis...
- Tu
antepasado, hombre... artista, tu maestro y tu patrón; yo fui Tubal-Caín[33].
Cuanto
más avanzaban hacia las profundas regiones del silencio y de la noche, más
dudaba Adonirám de sí mismo y de la realidad de sus impresiones. Poco a poco,
fuera de sí, experimentó la magia de lo desconocido, y su alma, ligada por
completo al antepasado que la dominaba, se entregó por completo a su misterioso
guía.
A las
regiones húmedas y frías había seguido una atmósfera tibia y enrarecida; la
vida interior de la tierra se manifestaba por sacudidas, extraños murmullos;
temblores sordos, regulares, periódicos, anunciaban la proximidad del corazón
del mundo; Adonirám lo sentía latir con una fuerza creciente, y se
admiraba de errar entre esos espacios
infinitos; buscaba un apoyo que no encontraba, y seguía sin ver la sombra de
Tubalcaín que guardaba silencio.
Tras
unos instantes que le parecieron largos como la vida de un patriarca, descubrió
a lo lejos un punto luminoso. Aquella mancha se hizo más y más grande, se
aproximó, se extendió en una larga perspectiva, y el artista vislumbró un mundo
poblado de sombras que se agitaban ocupadas en trabajos que no pudo comprender.
Aquellos dudosos resplandores llegaron por fin a expirar sobre la brillante
mitra y la dalmática del hijo de Caín.
En vano
Adonirám se esforzó en hablarle: la voz moría en su pecho oprimido; pero
recuperó el aliento al llegar a una amplia galería de una inconmensurable
profundidad, muy ancha, ya que no se podían ver las paredes, y sostenida por
una avenida de columnas tan altas, que se perdían por encima de él en el aire,
y la bóveda que sostenían escapaba a la vista.
De
repente Adonirám se estremeció, y Tubalcaín habló así: “Tus pies están pisando
la gran esmeralda que sirve de raíz y eje a la montaña de Kaf[34]; has
llegado a la tierra de tus padres. Aquí reina el linaje de Caín sin compartirla
con nadie. Bajo estas fortalezas de granito, en medio de estas cavernas
inaccesibles, hemos conseguido al fin encontrar la libertad. Aquí expira la
celosa tiranía de Adonai, es aquí en donde podemos, sin peligro, nutrirnos del
Árbol de la Ciencia[35].
Adonirám
exhaló un largo y dulce suspiro: le daba la impresión de que el peso abrumador
que le había mantenido doblegado toda su vida,
por primera vez acababa de desvanecerse.
De
pronto la vida eclosionó; pueblos enteros aparecían a lo largo y ancho de
aquellos hipogeos: el trabajo los animaba, les agitaba y por todas partes se
oía el alegre fragor de los metales; allí se mezclaban los ruidos del borbotear
de las aguas y de los impetuosos vientos; la bóveda iluminada se extendía como
un inmenso cielo desde el que se precipitaban sobre los enormes y
extraordinarios talleres, torrentes de una luz blanca y azulada que se irisaba
al contacto con el suelo.
Adonirám atravesó entre medias de una multitud
de gente ocupada en trabajos que él no conocía; aquella claridad, la cúpula
celeste en las entrañas de la tierra le extrañaba; entonces de detuvo.
“Es el
santuario del fuego, le dijo Tubalcaín; de ahí proviene el calor de la tierra,
que, sin nosotros, perecería de frío. Nosotros preparamos los metales y los
distribuimos por las venas del planeta, tras licuar los vapores.
“Puestos
en contacto y entrelazados sobre nuestras cabezas, los filones de esos diversos
elementos desprenden espíritus contrarios que se inflaman y proyectan esas
vivas luminarias... cegadoras para los ojos imperfectos. Atraídos por esas
corrientes de aire, los siete metales se evaporan alrededor, y forman esas
nubes de sinople, azur, púrpura y oro, bermejo y plata que se mueven en el
espacio, y reproducen las aleaciones que componen la mayor parte de los
minerales y piedras preciosas. Cuando la cúpula se enfría, esas nubes,
condensadas, producen una lluvia de rubíes, esmeraldas, topacios, ónices,
turquesas, diamantes, y las corrientes de la tierra las arrastran junto con los
restos de las escorias: granitos, sílex, rocas
calcáreas que, emergiendo a la superficie de la tierra, la esculpen con
sus montañas. Esas materias se solidifican al aproximarse a los dominios de los
hombres... a causa del frescor del sol de Adonai, su recreación chapucera de
una forja que ni siquiera tiene fuerza para cocer un huevo. Con que, ¿qué sería
de la vida de los hombres, si nosotros no les pasáramos en secreto el elemento
del fuego, aprisionado en las piedras, así como el hierro apropiado para
recoger sus chispas?”.
Aquellas
explicaciones satisfacían a Adonirám y le causaban admiración. Se aproximó a
los obreros sin comprender cómo podían trabajar sobre ríos de oro, plata,
cobre, hierro; separarlos, encauzarlos y tamizarlos como si fueran una ola.
“Esos
elementos, respondió a su pensamiento Tubalcaín, son licuados gracias al calor
del interior de la tierra: la temperatura a la que nosotros vivimos aquí es un
poco más elevada que la de los hornos en los que trabajas las fundiciones.”
Adonirám,
espantado, se extrañó de estar vivo.
“Este
calor, repuso Tubalcaín, es la temperatura natural de las almas que fueron
extraídas del elemento del fuego. Adonai colocó una chispa imperceptible en el
centro del molde de tierra con el que iba a fabricar al hombre, y esa partícula
fue suficiente para calentar el bloque, para animarlo y hacerlo un ser
pensante; pero, allá arriba, esa alma, lucha contra el frío: de ahí, los
estrechos límites de vuestras facultades; después sucede que esa chispa es
arrastrada por la atracción de la tierra, y entonces morís.”
Explicada
la creación de esa manera, provocó en Adonirám un desdeñoso movimiento.
“Sí,
continuó su guía; ¡es un dios más sutil que fuerte, y más celoso que generoso,
ese dios Adonai! Ha creado al hombre de barro, a despecho de los genios del
fuego; después, asustado de su obra y de su complacencia hacia esa triste
criatura, él, sin mostrar piedad alguna ante sus lágrimas, los ha condenado a
morir. Esa es la principal diferencia que nos separa; toda la vida terrestre
procedente del fuego es atraída por el fuego que reside en el centro de la
tierra. En cambio, nosotros queríamos que el fuego central fuese atraído por la
superficie e irradiara hacia el exterior: ese intercambio de principios hubiera
sido la vida sin fin.
“Adonay,
que reina alrededor de los mundos, encerró a la tierra e interceptó esa
atracción externa. De resultas, la tierra morirá al igual que sus habitantes.
De hecho, ya está envejeciendo; el frío la penetra más y más; especies enteras
de animales y plantas han desaparecido; las razas se debilitan, la duración de
su vida se acorta, y de los siete metales primitivos, la tierra, cuyo núcleo se
congela y seca, ya no recibe más que cinco[36]. El
mismo sol palidece; y deberá apagarse en cinco o seis mil años. Pero no soy el
único, hijo mío, que debe revelarte estos misterios: tú los vas a escuchar de
boca de los hombres, tus ancestros.”

VII. El mundo subterráneo
El narrador nos relata “el descenso de Adonirám a la morada subterránea de los
genios del fuego, acompañado por el espíritu de Tubalcaín, que le revelará su
linaje y la maldición de Adonay.”
Penetraron
juntos en un jardín iluminado por los suaves resplandores de cálidas llamas;
poblado de árboles desconocidos, cuyo follaje, formado por pequeñas lenguas de
fuego, proyectaba, en lugar de sombras, la más viva claridad sobre el suelo de
esmeralda, jaspeado de flores de extrañas formas, y de colores de una viveza
sorprendente. Brotando del fuego
interior de los metales, aquellas flores eran sus emanaciones más fluidas y
puras. Aquella vegetación arborescente del metal en flor brillaba como las
piedras preciosas, y exhalaba perfumes de ámbar, benjuí, incienso y mirra. No
lejos de allí serpenteaban arroyuelos de nafta, que fertilizaban los cinabrios,
la rosa de aquellos mundos subterráneos. Por allí se paseaban algunos gigantes
ancianos, esculpidos a la medida de esa naturaleza fuerte exuberante. Bajo un
dosel de luz ardiente, Adonirám descubrió una fila de colosos, sentados en
fila, y reproduciendo los atuendos sagrados, las proporciones sublimes y el
imponente aspecto de las esculturas que él ya había podido vislumbrar en las
cavernas del Líbano. Adivinó que se trataba de la dinastía perdida de Henochia.
Vio en torno a ellos, agachados, a los cinocéfalos, leones alados, grifos,
esfinges sonrientes y misteriosas, especies condenadas, barridas por el diluvio
de la faz de la tierra, e inmortalizadas por la memoria de los hombres. Esos
esclavos andróginos portaban los macizos tronos, monumentos inertes, dóciles, y
aún así animados de vida.
Inmóviles,
como en reposo, los príncipes, hijos de Adán, parecían soñar y esperar.
Cuando
llegó al extremo de aquella hilera, Adonirám, que no dejaba de caminar, dirigió
sus pasos hacia una enorme piedra cuadrada y blanca como la nieve... Iba a
posar el pie sobre aquella incombustible roca de amianto.
“¡Detente!
Gritó Tubalcaín, estamos bajo la montaña de Sérendib[37]; vas
a pisar la tumba del desconocido, del primer nacido de la tierra. Adán duerme
bajo ese sudario que le protege del fuego. No debe levantarse hasta el último
día del mundo; su tumba cautiva contiene nuestro rescate. Pero escucha: nuestro
padre común te llama.”
Caín
estaba allí, acuclillado, en incómoda postura; se puso de pie. Su belleza era
sobrehumana, su mirada triste, y pálidos labios. Estaba desnudo; alrededor de
su cariacontecida frente se enroscaba una serpiente de oro a guisa de
diadema... el hombre errante parece aún agotado:
“Que el
sueño y la muerte sean contigo, hijo mío. Raza industriosa y oprimida. Tú
sufres por culpa mía. Eva fue mi madre; Eblís, el ángel de la luz, deslizó en
su seno la chispa que anima y regenera mi raza; Adán, amasado con barro y
depositario de una alma cautiva, me crió. Yo, hijo de los Éloïms[38],
amaba a aquella creación fallida de Adonay, y puse al servicio de los hombres,
ignorantes y débiles, el espíritu de los genios que residen en mí. Fui yo el
que alimentó a mi madre en sus días de vejez, y yo, el que acunó a Abel... al
que ellos llamaban mi hermano. ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia!
“Antes de enseñar a matar a la humanidad, yo
conocí la ingratitud, la injusticia y las amarguras que corrompen el corazón.
Trabajaba sin cesar, arrancando el alimento al mísero terreno, inventando, para
el bienestar de los hombres, esos arados que obligan a la tierra a producir,
hice renacer para todos ellos, el seno de la abundancia, ese Edén que habían
perdido, había hecho de mi vida un puro sacrificio. Pero en el colmo de la
iniquidad, Adán no me quería. Eva sólo recordaba de haber sido barrida del
paraíso por haberme traído al mundo, y su corazón, cerrado por el interés, lo
reservaba únicamente para su Abel, y él, desdeñoso y mimado, me consideraba
como el criado de todos ellos: Adonay estaba con él, ¿qué más se podría
añadir?. De modo que, mientras yo regaba con mis sudores la tierra de la que
Abel se sentía el rey; él, ocioso y consentido, apacentaba sus rebaños,
mientras dormía bajo los sicómoros.
Entonces
yo me lamenté: nuestros padres invocan la equidad de dios; nosotros le
ofrecemos sacrificios, y el mío, espigas de trigo que yo había conseguido
cultivar, ¡las primicias del verano!; el mío fue arrojado con desprecio... Así
es como ese Dios celoso ha rechazado siempre el genio creador y fecundo, y
entregado el poder con derecho a la opresión a los espíritus vulgares. Tú ya
conoces el resto; pero lo que ignoras es que el castigo de Adonay, condenándome
a la esterilidad, al mismo tiempo entregaba por esposa al joven Abel a nuestra
hermana Aclinia, de la que yo estaba enamorado[39]. De
ahí proviene la primera lucha de los djinns o hijos de los Éloïms, nacidos del
fuego, contra los hijos de Adonay, engendrados del barro.
“Yo
extinguí la llama de Abel... Adán se vio renacer más tarde en la descendencia
de Seth, y para borrar mi crimen, me hice benefactor de los hijos de Adán. Gracias
a nuestra raza superior a la suya, conocieron todas las artes, la industria y
los elementos de las ciencias. ¡Vanos esfuerzos! Al instruirles, les hicimos
libres... algo que Adonay nunca me perdonó, y por ello convirtió en un crimen
imperdonable el que yo hubiera quebrado un ser de barro, ¡Él!, que con las
aguas del diluvio, ahogó a miles de hombres!; ¡Él!, ¡que para diezmarlos,
suscitó entre ellos a tantos tiranos!”.
Entonces
la tumba de Adán habló: “Eres tú, dijo la voz profunda, tú, el que ha creado el
crimen; ¡Dios persigue en mi descendencia la sangre de Eva, de la que tu
provienes y que tú has vertido! Jehová, por tu culpa, ha impulsado a sacerdotes
que han inmolado a los hombres, y a reyes que han sacrificado a sacerdotes y a
soldados. Un día, Él hará nacer emperadores para triturar a los pueblos, a los
sacerdotes y a los mismos reyes, y la posteridad de las naciones dirá: ¡Son los
hijos de Caín!”
El hijo
de Eva se agitó, desesperado.
“¡Él
tampoco! gritó; jamás ha perdonado.
- ¡Jamás!...”
respondió la voz; y desde las profundidades del abismo se escuchó todavía
gemir: “¡Abel, hijo mío!, ¡Abel!, ¡Abel!... ¿qué has hecho de tu hermano
Abel?...”
Caín
rodó por el suelo, que comenzó a temblar, mientras las convulsiones de Caín en
su desesperación le desgarraban el pecho...
Tal era
el suplicio de Caín, por haber vertido sangre.
Embargado
de respeto, amor, compasión y horror, Adonirám apartó su mirada de él.
“¿Y yo,
qué había hecho yo? dijo, sacudiendo la cabeza tocada de una larga tiara, el
venerable Enoc. Los hombres andaban errantes como rebaños; yo les enseñé a
tallar la piedra, a construir edificios, a agruparse en ciudades. Al primero,
le revelé el genio de la sociedad. Yo había reunido un rebaño de bestias;... y
les dejé una nación en mi ciudad de Henochia, cuyas ruinas aún son admiradas
por las razas degeneradas. Gracias a mí, Solimán (Salomón) alzará un templo en
honor de Adonay, y ese templo será su ruina, ya que el dios de los hebreos,
hijo mío, ha reconocido mi naturaleza en la obra salida de tus manos.”
Adonirám
contempló aquella enorme sombra: Enoc tenía la barba larga y trenzada; su
tiara, adornada con bandas rojas y una doble fila de estrellas, se alzaba en
punta, rematada por un pico de cuervo. Dos bandas de franjas caían sobre su
cabello y túnica. En una mano llevaba un largo cetro, y en la otra, una
escuadra. Su colosal estatura sobrepasaba la de su padre Caín. Muy cerca de
Caín estaban Irad y Maviaël[40],
tocados con sencillas cintas. Brazaletes de hierro rodeaban sus brazos: uno de
ellos fue el que inventó el arte de la fundición; el otro, el de las medidas
y escuadrado de los cedros. Mathusaël
inventó los caracteres escritos y dejó libros, de los que más tarde se apoderó
Édris, que los ocultó en la tierra; los libros del Tau... Mathusaël
llevaba en los hombros un palio hierático; al costado llevaba un parazonium[41], y
sobre su resplandeciente cinturón brillaba en trazos de fuego la T
simbólica que une a todos los obreros nacidos de los genios del fuego[42].
Mientras
Adonirám contemplaba los sonrientes trazos de Lamec, cuyos brazos estaban
cubiertas por alas replegadas de las que salían dos largas manos apoyadas sobre
la cabeza de dos jóvenes allí agachados. Tubalcaín, dejando a su protegido, fue
a sentarse en su trono de hierro.
“Estás
viendo el venerable rostro de mi padre, dijo a Adonirám. Esos a los que
acaricia el pelo, son los hijos de Ada: Jabel, el pastor y el nómada que habita
en jaymas, el que aprendió a coser la piel de los camellos, y Jubal, mi
hermano, el primero que tensó las cuerdas del kinnor[43], del
arpa, y supo sacarles sonidos.
- Hijo de
Lamec y de Sella, respondió Jubal con una voz armoniosa como los vientos de la
tarde, tú eres el más grande entre tus hermanos, y reinas sobre tus
antepasados. De ti proceden las artes de la paz y de la guerra. Tú has dominado
los metales, has encendido la primera forja. Has entregado a los humanos el
oro, la plata, el cobre y el acero; tú les has devuelto el Árbol de la Ciencia.
El oro y el hierro les elevarán a la cumbre del poder, y los harán lo bastante
funestos como para vengarnos de Adonay.
¡Honor a Tubalcaín!”.
Un ruido
formidable respondió por todas partes a esa exclamación, repetida de lo lejos
por legiones de gnomos, que retomaron su trabajo con renovado ardor. Los
martillos restallaron bajo las bóvedas de las fábricas eternas, y Adonirám...
el obrero, en ese mundo en el que los obreros eran reyes, sintió una alegría y
un orgullo profundos.
“Hijo de
la raza de los Éloïms, le dijo Tubalcaín, recobra el ánimo, tu gloria esta en
la servidumbre. Tus antepasados han hecho temible a la industria humana, y por
eso nuestra raza ha sido condenada. Ha combatido durante dos mil años; no han
podido destruirnos porque somos de una esencia inmortal, han conseguido
vencernos porque la sangre de Eva se mezcló con la nuestra. Tus abuelos, mis
descendientes, fueron salvados de las aguas del diluvio. Ya que, mientras
Jehová, preparando nuestra destrucción, hinchaba de agua las nubes del cielo,
yo convoqué al fuego en mi ayuda y lancé sus rápidas corrientes hacia la
superficie de la tierra. A una orden mía, la llama disolvió las piedras y
excavó largas galerías apropiadas para servirnos de refugio. Esos caminos
subterráneos van a dar a la llanura de Gizeh, no lejos de la ribera en la que
más tarde se construyó la ciudad de Menfis. Y para proteger esas galerías de la
invasión de las aguas, reuní a la estirpe de los gigantes y con ellos erigimos
una inmensa pirámide que durará hasta el fin del mundo. Las piedras fueron
cimentadas con asfalto impenetrable; y sólo se practicó, como única abertura,
un estrecho corredor cerrado por una pequeña puerta que yo mismo tapié cuando
llegó el último día del mundo antiguo.
“Moradas
subterráneas fueron excavadas en la roca; allí se penetraba descendiendo a
través de los abismos; se escalonaban a lo largo de una galería baja que
llegaba a las regiones del agua que yo había aprisionado en un gran río
beneficioso para refrescar y aliviar la sed a los hombres y ganado refugiados
en esas galerías. Más allá de ese río, reuní en un amplio espacio iluminado por
el frotamiento de metales contrapuestos, los frutos y verduras que se nutren de
la tierra.
“Es allí
donde vivieron, al abrigo de las aguas, los debilitados despojos del linaje de
Caín. Todas las pruebas que hemos sufrido y superado, hubo que remontarlas de
nuevo para volver a ver la luz cuando las aguas del diluvio volvieron a su
cauce. Aquellos caminos eran peligrosos, el clima interior devora. Durante nuestras
idas y venidas, dejamos en cada región a algunos de nuestros compañeros. Al
final, solo yo sobreviví con el hijo que me había dado mi hermana Noéma.
“Abrí de
nuevo la pirámide, y vislumbré la tierra. ¡Qué cambio! El desierto... animales
raquíticos, plantas resecas, un sol pálido y sin calor, y aquí y allá un
amasijo de barro estéril en el que se deslizaban reptiles. De pronto un viento
glacial cargado de miasmas infectos penetró en mi pecho y lo secó. Sofocado, lo
expulsé, pero lo volví a respirar para no morir. No se qué frío veneno circuló
por mis venas; mi vigor expiró, mis piernas se doblaron, la noche me envolvió,
un negro temblor se amparó de mí. El clima de la tierra había cambiado, la
superficie ahora fría ya no desprendía calor para animar a todo lo que había
vivido antaño. Como un delfín expulsado del seno del mar y arrojado sobre la
arena, yo sentí la agonía, y comprendí que mi hora había llegado...
“Por un
supremo instinto de conservación, quise huir, y, entrando bajo la pirámide,
perdí allí el conocimiento. La pirámide fue mi tumba; entonces, mi alma
liberada atraída por el fuego interior volvió para encontrarse con las de mis
padres. Mi hijo, apenas adulto, aún creció algo; pudo vivir; pero su
crecimiento se detuvo.
“Anduvo
errante, siguiendo el destino de nuestra raza, y la mujer de Cham[44]
(¿Sem?), segundo hijo de Noé, le encontró más hermoso que los hijos de los
hombres. Él la poseyó, y ella trajo al mundo a Koûs, padre de Nemrud, que
enseñó a sus hermanos el arte de la caza y fundó Babilonia. Entonces se
dispusieron a construir la torre de Babel; y ahí fue cuando Adonay reconoció la
sangre de Caín y comenzó a perseguirle. La raza de Nemrud fue de nuevo
dispersada. La voz de mi hijo acabará para ti esta dolorosa historia.”
Adonirám,
inquieto, buscó a su alrededor al hijo de Tubalcaín.
“No le
verás, continuó el príncipe de los espíritus del fuego, el alma de mi hijo es
invisible, porque murió después del diluvio, y su forma corporal pertenece a la
tierra. Lo mismo sucede con sus descendientes, y tu padre, Adonirám, está
errante en el aire abrasador que tú respiras... Sí, tu padre.
- Tu
padre, sí, tu padre...”, se repitió como un eco, pero con tierno acento, una
voz que pasó como una caricia sobre la frente de Adonirám, y el artista volviéndose
lloró.
“Consuélate,
dijo Tubalcaín; él es más afortunado que yo. Él te dejó al nacer y, como tu
cuerpo no pertenece aún a la tierra, puede disfrutar de la felicidad de ver tu
imagen. Pero ahora atiende bien a las palabras de mi hijo.”
Entonces
se oyó una voz:
“Sólo
entre los genios mortales de nuestra raza, he visto el mundo antes y después
del diluvio, y he contemplado la faz de Adonay. Yo esperaba el nacimiento de un
hijo, y el frío abrazo de la tierra envejecida oprimía mi pecho. Una noche Dios
se me apareció: su rostro no puede ser descrito. Me dijo:
“-
Espera...
“Sin
experiencia, aislado en un mundo desconocido, le respondí con timidez:
“-
Señor, tengo miedo...
“Él
repuso: - Ese temor será tu salvación. Debes morir; tus hermanos ignorarán tu
nombre que no permanecerá para la posteridad; de ti va a nacer un hijo que no
llegarás a ver. De él saldrán seres perdidos entre la multitud como las
estrellas errantes a través del firmamento. Tronco de gigantes, yo he humillado
tu cuerpo; tus descendientes nacerán débiles; su vida será corta; la soledad
será su patrimonio. El alma de los genios conservará en su seno su preciosa
llama, y su grandeza será su suplicio. Superiores a los hombres, serán sus
benefactores pero serán objeto de su desprecio; únicamente sus tumbas serán
honradas. Desconocidos durante su paso por la tierra, poseerán el amargo
sentimiento de su fuerza, que ellos emplearán para mayor gloria de los otros.
Sensibles a las calamidades de la humanidad, querrán prevenirles, pero no les escucharán.
Sometidos a hombres poderosos mediocres y viles, fracasarán al querer eliminar
a esos despreciables tiranos. A causa de su alma superior, serán juguete de la
opulencia y la banal estupidez. Serán quienes forjen la fama de las naciones,
pero no participarán de ella. Gigantes de la inteligencia, antorchas de la
sabiduría, órganos del progreso, luminarias de las artes, instrumentos de
libertad; sólo ellos permanecerán esclavos, desdeñados, solitarios. Corazones
llenos de ternura, sólo serán envidiados; almas enérgicas, serán paralizadas
para el bien de... Y además, los de su misma especie no se podrán reconocer
entre ellos.
“- ¡Dios
cruel! exclamé; al menos su vida será corta y el alma romperá el cuerpo.
“- No,
ya que continuarán alimentando una esperanza, siempre frustrada; sin cesar
reavivada, y cuanto más trabajen con el sudor de su frente, más ingratitud
encontrarán entre los hombres. Ellos les darán todas las alegrías y, a cambio,
sólo recibirán penalidades; el peso de los trabajos con los que he maldecido a
la raza de Adán recaerá sobre sus espaldas; la pobreza les acompañará, la
familia será para ellos compañera del hambre. Complacientes o rebeldes, serán
constantemente envilecidos, trabajarán para todos, y consumirán en vano su
genio, la industria y la fuerza de sus brazos.
“Jehová
dije; has roto mi corazón, y maldiciendo la noche en que me hice padre,
expiré.”
Y la voz
se extinguió, dejando tras ella una larga letanía de suspiros.
“Tú lo
acabas de ver, lo has escuchado, prosiguió Tubalcaín, y se te ha ofrecido
nuestro ejemplo. Genios bienhechores, autores de la mayor parte de las
conquistas intelectuales de las que el hombre se muestra tan orgulloso,
nosotros estamos malditos ante sus ojos, somos los demonios, los espíritus del
mal. ¡Hijo de Caín! Sufre tu destino; asúmelo de frente e imperturbable, y que
el Dios vengador se aterre de tu constancia. Sé grande delante de los hombres y
fuerte ante nosotros: te he visto próximo a sucumbir, hijo mío, y he querido
apoyar tu virtud. Los genios del fuego vendrán en tu ayuda; atrévete con todo;
tú has sido reservado para ser la perdición de Solimán, ese fiel servidor de
Adonay. De ti nacerá una estirpe de reyes que restaurarán en la tierra, ante la
faz de Jehová, el olvidado culto del fuego, este sagrado elemento. Cuando ya no
habites esta tierra, el infatigable ejército de los obreros se ligará a tu
nombre, y la falange de trabajadores, de pensadores, abatirá un día el ciego
poderío de los reyes, de esos despóticos ministros de Adonay. Ve, hijo mío, cumple
con tu destino...”
Tras
esas palabras, Adonirám se sintió alzado; el jardín de metales, sus brillantes
flores, sus árboles de luz, los inmensos y radiantes talleres de los gnomos,
los deslumbrantes ríos de oro, plata, cadmio, mercurio y nafta, se confundían
bajo sus pies en un ancho surco de fuego. Entonces se dio cuenta de que estaba
volando en el espacio con la rapidez de una estrella. Todo se oscureció poco a
poco: la morada de sus antepasados le pareció por un instante como un planeta
inmóvil en medio de un cielo sombrío, un viento fresco le golpeó en la cara,
sintió una sacudida, lanzó una mirada a su alrededor, y se encontró echado
sobre la arena, al pie del molde del mar de bronce, rodeado de la lava a medio
enfriar, que aún proyectaba entre las brumas de la noche un resplandor rosáceo.
¡Un
sueño! Se dijo; ¿ha sido todo un sueño? ¡Qué desgraciado soy! Lo único
verdadero es la pérdida de mis esperanzas, la ruina de mis proyectos, y el
deshonor que me espera cuando salga el sol...
Pero la
visión se dibuja con tal nitidez, que le hace sospechar incluso de la duda que
le embarga. Mientras medita, alza los ojos y reconoce ante él la sombra colosal
de Tubalcaín: “Genio del fuego, exclama, condúceme de nuevo al fondo de los
abismos. La tierra ocultará mi oprobio.
- ¿Así
sigues mis preceptos? Replicó la sombra con severidad. Se acabaron las vanas
palabras; la noche avanza, pronto el ojo flamígero de Adonay va a recorrer la
tierra; hay que darse prisa.
“¡Débil
criatura! , ¿crees acaso que yo te iba a abandonar en un momento tan
peligroso?. No temas; tus moldes están llenos: la fundición, agrandando de
golpe el orificio del horno revestido de piedras poco refractarias, de pronto
irrumpió, y la gran cantidad de metal fundido rebosó por encima de los bordes.
Tú creíste que era una grieta, perdiste la cabeza, lanzaste agua, y el vaciado
de la fundición se estrelló.
- ¿Y
cómo liberar los bordes del recipiente de esas rebabas de metal fundido que han
quedado adheridas?
- La
aleación de hierro es porosa y conduce el calor peor que el acero. Coge un
trozo del metal de la fundición, caliéntalo por uno de sus extremos, enfríalo
por el otro, y dale un mazazo: el trozo se quebrará justo entre lo frío y lo
caliente. Las tierras y los cristales se comportan igual.
-
Maestro, os escucho.
- ¡Por
Eblís! Más valdría que me adivinaras. Tu recipiente aún está candente; enfría
bruscamente el material que lo desborda, y separa la escoria a martillazos.
- Es que
haría falta tener un vigor...
- Lo que
hace falta es un martillo. El de Tubalcaín abrió el cráter del Etna para dar
una salida a las escorias de nuestras fábricas.”
Adonirám
escuchó el ruido de un trozo de hierro que cayó a sus pies; se agachó y recogió
un martillo pesado, pero perfectamente adecuado a su mano. Quiso expresar su
reconocimiento; la sombra había desaparecido, y el alba naciente había
comenzado a disolver el fuego de las estrellas.
Poco
después, los pájaros que preludiaban el día con sus cantos, huyeron al ruido
del martillo de Adonirám que, golpeando con ardor los bordes del mar de bronce,
sólo él perturbaba el profundo silencio que precede al nacimiento de un nuevo
día.
- - -
Esta sesión había impresionado vivamente al auditorio, que aumentó al día siguiente. Se habían desvelado los misterios de la montaña de Kaf, por la que siempre se ha interesado y mucho la gente de Oriente. A mí, el relato me había parecido tan clásico como el descenso de Eneas a los infiernos[45].
- 0 - O - o -
VIII. La fuente de Siloé
El narrador nos relata “El encuentro de Belkis y Adonirám
en la fuente de Siloé. Ambos descubren, gracias al ave Hud-Hud, que son
descendientes de los espíritus del aire y del fuego y están predestinados a
unirse”
Era la
hora en la que el Tabor[46]
proyectaba su sombra matinal sobre el montuoso sendero de Betania: blancas y
diáfanas nubes erraban por las llanuras del cielo suavizando la claridad de la
mañana; el rocío aún cubría el verdor de las praderas; la brisa acompañaba con
su murmullo entre los matorrales el canto de los pájaros que revoloteaban por
los senderos del Moria[47]; a
lo lejos se vislumbraban las túnicas de lino y vestiduras de gasa de un cortejo
de mujeres que, atravesando el puente del Cedrón, llegaron al borde de un
arroyuelo que alimenta el lavadero de Siloé. Tras ellas, caminaban ocho nubios
que llevaban un rico palanquín, y dos camellos cargados que marchaban
balanceando la cabeza.
La
litera estaba vacía; ya que desde la aurora la reina de Saba había abandonado,
junto con las mujeres, las jaymas en las que se había obstinado en alojarse con
su séquito, fuera de los muros de Jerusalén, y había echado pie a tierra para
disfrutar mejor del encanto de aquellas frescas campiñas.
Jóvenes
y hermosas, en su mayoría, las doncellas de Balkis se encaminaba temprano a la
fuente para lavar la ropa de su señora que, vestida con sencillez, al igual que
sus compañeras, las precedía acompañada por su nodriza, mientras que tras sus
pasos, el juvenil cortejo parloteaba a más y mejor.
“Vuestras
razones no me conciernen, hija mía, decía la nodriza; ese matrimonio me parece
una grave locura, y si el error es excusable, lo es únicamente por el placer
que pueda proporcionar.
-
¡Edificante moral! Como os pudiera escuchar el sabio
Solimán...
-
¿Es tan sabio, no siendo ya tan joven, como para
envidiar a la Rosa de los Sabeos?
-
¡Halagos! mi buena Sarahil, me adulas demasiado desde
por la mañana.
-
No despertéis mi severidad aún dormida; porque entonces
os diría...
-
Bien, pues dime...
-
Que vos amáis a Solimán; y que os lo habéis merecido.
-
No sé..., contestó riendo la joven reina; me he
cuestionado sobre este asunto muy seriamente y es probable que el rey no me
resulte indiferente.
-
Si así fuera, no habríais examinado un punto tan
delicado con tanto escrúpulo. No, vos buscáis una alianza... política, y
arrojáis flores sobre el árido sendero de las conveniencias. Solimán ha rendido
tanto a vuestros estados, como a los de todos sus vecinos, tributarios de su
poderío, que vos soñáis con el deseo de liberarlos entregándoos a un amo al que
creéis poder convertir en esclavo. Pero tened cuidado...
-
¿Qué puedo temer? Él me adora.
-
Él profesa hacia su noble persona una pasión demasiado
viva como para que sus sentimientos
hacia vos sobrepasen el deseo de sus sentidos, y nada es más frágil que ese
deseo. Solimán es calculador, ambicioso y frío.
-
¿Acaso no es el príncipe más grande de la tierra; el
más noble retoño de la raza de Sem, de la que yo provengo? ¡Encuéntrame en el
mundo un príncipe más digno que él para dar sucesores a la dinastía de los
Himyaríes!
-
El linaje de los Himyaríes, nuestros abuelos, desciende
desde más alto de lo que pensáis. ¿Acaso veis a los hijos de Sem dominando a
los habitantes del aire?... En fin, yo me atengo a la predicción de los
oráculos: vuestros destinos aún no se han cumplido, y la señal por la que vos
reconoceréis a vuestro esposo todavía no ha aparecido, la abubilla aún no ha
interpretado la voluntad de las potencias eternas que os protegen.
-
¿Mi suerte dependerá de la voluntad de un pájaro?
-
De un ave única en el mundo, cuya inteligencia no
pertenece a las especies conocidas; cuya alma, así me lo ha dicho el sumo
sacerdote, ha sido concebida con la esencia del fuego; no es en absoluto un
animal terrestre, pues él proviene de los Ŷins (genios).
-
Es cierto, repuso Balkis, que todos los intentos de
Solimán por atraparlo, mostrándole inútilmente el hombro o el puño, han sido en
vano.
-
Me temo que nunca se posará en él. En los tiempos en
que los animales fueron sometidos, aquellos cuya raza se extinguió, no
obedecían jamás a los hombres creados del barro. Sólo servían a los Dives, o a
los Ŷins, hijos del aire o del fuego... Solimán es de la raza creada del barro
por Adonay.
-
Y sin embargo la abubilla a mí sí me obedece...”
Sarahil
sonrió bajando la cabeza; princesa de la sangre de los Himyaríes, y
descendiente del último rey, la nodriza de la reina había estudiado con
profundidad las ciencias: su prudencia igualaba a su discreción y bondad.
“Reina,
añadió, hay secretos que por vuestra edad aún no podéis conocer, y que las
hijas de nuestro linaje deben ignorar hasta que vayan a tomar esposo. Si la
pasión las extravía y las pierde, esos misterios les quedarán velados con
objeto de excluir de su conocimiento al hombre vulgar. Bástenos con saber que
Hud-Hud, esta famosa abubilla, sólo reconocerá como maestro y señor al esposo
reservado para la Reina de Saba.
-
Me vais a hacer que maldiga a esa tirana con plumas...
-
... unta tirana que puede que os salve de un déspota
armado con una espada.
-
Solimán ha recibido mi palabra, y a menos que queramos
atraer sobre nosotros sus justos resentimientos... Sarahil, la suerte está
echada; el plazo expira, y esta misma tarde...
-
Grande es el poder de los Éloïms (los dioses)...”
murmuró la nodriza.
Para
cortar con esa conversación, Balkis, volviéndose, se puso a recoger jacintos,
mandrágoras, ciclámenes, que jaspeaban el verdor de la pradera, y la abubilla
que la había seguido revoloteando, brincaba en torno a ella con coquetería,
como si hubiera querido buscar su perdón.
Ese
reposo permitió a las mujeres que se habían quedado atrás reunirse con su
soberana. Hablaban entre ellas del templo de Adonay, del que se apreciaban los
muros y el mar de bronce, objeto de todas las conversaciones desde hacía cuatro
días.
La reina
se volcó de lleno en esa nueva conversación, y sus compañeras, curiosas, la
rodearon. Grandes sicómoros, que extendían sobre sus cabezas verdes arabescos
sobre un fondo azul, envolvían con una sombra transparente aquel grupo
encantador.
“No hay
nada que iguale la admiración que nos embargó ayer tarde, les decía Balkis.
Incluso Solimán se quedó mudo y estupefacto. Hacía tres días todo se había
perdido; el maestro Adonirám caía fulminado sobre las ruinas de su obra. Su
gloria, traicionada, se derrumbaba ante nuestros ojos en torrentes de lava en
ebullición; el artista se había reducido a la nada... Ahora, su nombre
victorioso retumba sobre las colinas; sus obreros han colocado en el umbral de
su puerta un montón de palmas; el más grande que jamás ha visto el pueblo de
Israel.
- El fragor
de su triunfo, dijo una joven sabea, ha llegado hasta nuestras jaymas, pero,
apenadas por el recuerdo de la reciente catástrofe, ¡oh, reina! hemos temblado
por vos. Vuestras hijas ignoran lo que ha pasado.
- Sin
esperar a que la fundición se enfriase, Adonirám -así me lo han contado- llamó
desde por la mañana a los obreros desanimados. Los jefes amotinados le
rodeaban; pero él los calmó con pocas palabras: durante tres días se pusieron
manos a la obra, y desfondaron los moldes para acelerar el enfriamiento del
enorme recipiente que creían roto. Un profundo misterio cubría sus intenciones.
Al tercer día, aquella multitud de artesanos, al despuntar la aurora, alzaron
los toros y leones de bronce con unas palancas que el calor del metal todavía
ennegrecía. Esos bloques macizos fueron transportados bajo el gran cuenco de
bronce y ajustados con tal presteza que más parecía un prodigio; el mar de
bronce, vaciado, aislado de sus soportes, se desprendió y quedó asentado sobre
sus veinticuatro cariátides; y mientras Jerusalén se lamentaba por tantos
gastos inútiles, la admirable obra resplandecía ante las miradas de extrañeza
de los mismos que la habían realizado. De pronto, las barreras colocadas por
los obreros se abatieron: la multitud se precipitó; el ruido se propagó hasta
llegar a palacio. Solimán temía una revuelta; echó a correr y yo le acompañé.
Una multitud inmensa se apresuró tras nuestros pasos. Cien mil obreros
delirantes y coronados con palmas verdes nos acogieron. Solimán no podía creer
lo que estaba viendo con sus propios ojos. La ciudad entera elevaba hasta las
nubes el nombre de Adonirám.
- ¡Qué
triunfo! ¡Y qué feliz debe estar él!
- ¡Él! ¡Genio
extraño... alma profunda y misteriosa! A petición mía, se le llamó, se le
buscó, los obreros se precipitaron por todas partes... ¡vanos esfuerzos!
Desdeñoso de su victoria, Adonirám se escondió; evadía las lisonjas: el astro
se había eclipsado. “Vamos, dijo Solimán, hemos caído en desgracia ante el rey
del pueblo.” Pero yo, al dejar aquel campo de batalla del genio, tenía el alma
triste y el pensamiento repleto de los recuerdos de ese mortal, si ya grande
por sus obras, aún más grande por desaparecer en un momento así.
- Yo le vi
pasar el otro día, repuso una doncella de Saba; la llama de sus ojos pasó sobre
mis mejillas y las enrojeció: posee la majestad de un rey.
- Su
belleza, prosiguió una de sus compañeras, es superior a la de los hijos de los
hombres; su estatura es imponente y su aspecto deslumbrante. Así se me aparecen
en mi pensamiento los dioses y los genios.
- ¿Esto me
hace suponer que más de una de vosotras, uniría voluntariamente su destino al
del noble Adonirám?
- ¡Oh,
reina! ¿Qué somos nosotras ante tan elevado personaje? Su alma está en lo más
alto de las nubes y su noble corazón no descendería hasta nosotras.”
Jazmines en
flor que dominaban terebintos y acacias, entre las que extrañas palmeras
inclinaban sus pálidos capiteles, encuadraban el lavadero de Siloé. Allí,
crecía la mejorana, los lirios grises, el tomillo, la hierba luisa y la rosa
ardiente de Asarón. Bajo esos macizos de vegetación estrellada, se extendían,
aquí y allá, seculares bancos al pie de los que brotaban arroyuelos de agua
viva, tributarios de la fuente. Estos lugares de reposo estaban engalanados con
lianas que trepaban enroscándose a las ramas. Los apios de racimos rojizos y
olorosos, las glicinias azules se proyectaban, en guirnaldas extravagantes y
graciosas, hasta la cima de los pálidos y temblorosos ébanos.
En el
momento en que el cortejo de la reina de Saba
invadió los bordes de la fuente, sorprendido en su meditación, un hombre
sentado sobre el pretil del lavadero, en el que había sumergido una mano
abandonándola a las caricias de las ondas que formaba el agua, se levantó con
la intención de alejarse. Balkis estaba allí delante, él levantó los ojos hacia
el cielo, y se volvió rápidamente.
Pero
ella, aún más veloz, se plantó ante él:
“Maestro
Adonirám, le dijo, ¿por qué me evitáis?
-
Yo jamás he buscado a la gente -respondió el artista- y
temo el rostro de los reyes.
-
¿Tan terrible se os ofrece en este momento?” –replicó
la reina con una dulzura
tan penetrante que arrancó una mirada al hombre.
Lo que
descubrió estaba lejos de tranquilizarle. La reina había dejado las enseñas de
la grandeza, y la mujer, en la simplicidad de su atavío matutino, era aún más
temible. Balkis había sujetado su cabello bajo el pliegue de un largo velo
vaporoso, su diáfana y blanca túnica, movida por la curiosa brisa, dejaba
entrever un seno como modelado por el cuenco de una copa. Bajo este simple
tocado, la juventud de Balkis parecía más tierna, más alegre, y el respeto no
podía contener por más tiempo a la admiración y al deseo. Esa gracia
conmovedora, su cara infantil, aquel aire virginal, ejercieron en el corazón de
Adonirám una impresión nueva y profunda.
“¿Para
qué retenerme? –dijo él con amargura- mis males ya son suficientes y vos sólo
acrecentáis aún más mis penas. Vuestro espíritu es banal, vuestro favor
pasajero, y vos sólo colocáis trampas para atormentar con mayor crueldad a
todos los que habéis cautivado... Adiós, reina, que tan pronto olvidáis, sin
tan siquiera mostrar vuestro secreto.”
Tras estas
palabras, pronunciadas con melancolía, Adonirám posó su mirada sobre Balkis.
Una turbación repentina se apoderó de ella. Vivaz por naturaleza y voluntariosa
por el hábito de dar órdenes, no quería que la dejaran. Se armó de toda su
coquetería para responder: “Adonirám, sois un ingrato.”
Era un hombre
firme, no se rendía. “Es verdad; me he debido equivocar con mi recuerdo: la
desesperación me visitó una hora en mi vida, y vos la habéis aprovechado para
avasallarme delante de mi amo, de mi enemigo.
-
¡Él estaba allí!... murmuró la reina avergonzada y
arrepentida.
-
Vuestra vida corría peligro; yo corrí para colocarme
ante vos.
-
¡Tanta solicitud ante tan gran peligro! Observó la
princesa, y con qué recompensa!”
El candor y la bondad de la reina le
obligaron a enternecerse, y el desdén de ese gran hombre ultrajado le producía
una sangrante herida.
“La opinión de Solimán Ben-Daoud,
-continuó el escultor- poco me inquieta: raza parásita, envidiosa y servil,
travestida bajo la púrpura... Mi poder está al abrigo de sus fantasías. Y a los
otros que vomitaban injurias a mi alrededor, cien mil insensatos sin fuerza ni
virtud, les tengo aún menos en cuenta que a un enjambre de moscas zumbadoras...
Pero a vos, reina... a vos, ¡la única a la que yo había distinguido entre esa
multitud, vos cuya estima coloqué tan alto!... mi corazón, ese corazón al que
nada hasta entonces había conmovido, se desgarró, y poco me importa... Pero la
compañía de los humanos se me ha hecho odiosa. ¡Qué me importan los elogios o
los insultos que se dispensan tan seguidos, y se mezclan sobre los mismos
labios como la absenta y la miel!
-
Sois implacable ante el arrepentimiento: debo implorar
vuestro perdón, y no es suficiente...
-
No; lo que vos cortejáis es el éxito: si yo estuviera
postrado en tierra, vuestro pie pisotearía mi frente.
-
¿Ahora?... Ahora me toca a mí, no, y mil veces no.
-
¡De acuerdo! Dejadme entonces destruir mi obra,
mutilarla y volver a colocar el oprobio sobre mi cabeza. Volveré seguido de los
insultos de la multitud; y si vuestro pensamiento me sigue siendo fiel, mi
deshonor se habrá convertido en el día más hermoso de mi vida.
-
¡Id, hacedlo! –gritó Balkis con un entusiasmo que no
pudo reprimir.
Adonirám no pudo evitar un grito de
alegría, y la reina vislumbró las consecuencias de aquel compromiso. Adonirám
allí estaba majestuoso frente a ella, ya no con la ropa corriente de los
obreros, sino con las vestiduras jerárquicas del rango que ocupaba al frente
del pueblo de los trabajadores. Una túnica blanca plegada en torno al busto,
sujeta por un ancho cinturón de oro, realzaba su estatura. En su brazo derecho
se enroscaba una serpiente de acero, sobre cuya cresta brillaba un diamante y,
casi velado por un tocado cónico, del que se destacaban dos anchas bandas que
caían sobre su pecho, su frente parecía desdeñar una corona.
De pronto, la reina, deslumbrada, se
había ilusionado sobre el rango de ese gallardo hombre; pero volvió a
reflexionar, supo retenerse, aunque no pudo superar el extraño respeto por el
que se había sentido dominada.
“Sentaos, dijo ella, regresemos a
sentimientos más calmados, sin que se irrite vuestro espíritu desafiante;
vuestra gloria me es cara; no destruyáis nada. Ese sacrificio que me habéis
ofrecido, para mí es ya como si se hubiera consumado. Mi honor quedaría
comprometido, y vos lo sabéis, maestro, mi reputación es, a pesar de todo,
solidaria de la dignidad del rey Solimán.
- Lo
había olvidado, murmuró el artista con indiferencia. Sí, me parece haber oído
contar que la reina de Saba debe desposar al descendiente de una aventurera de
Moab, el hijo del pastor Daoud y de Betsabé, viuda adúltera del centenario
Uríah. ¡Rica alianza... que ciertamente va a regenerar la divina sangre de los
Himyaríes!”.
La cólera tiñó de púrpura las
mejillas de la joven, al igual que las de su nodriza, Sarahil que, una vez
distribuidas las tareas entre las servidoras de la reina, alineadas y agachadas
sobre el lavadero, había oído esa respuesta, ella, que tanto se oponía al
proyecto de Solimán.
“¿Es que esa unión no cuenta con el
beneplácito de Adonirám? –respondió Balkis con un afectado tono desdeñoso.
-
Al contrario, vos lo podéis apreciar.
-
¿Cómo?
-
Si me hubiera disgustado por esa unión, ya habría
destronado a Solimán, y vos le
trataríais igual que me tratáis a mí;
vos no lo lamentaríais, ya que no le amáis.
-
¿Qué os hace
creer tal cosa?
-
Vos os sentís superior; le habéis humillado, no os
perdonará, y la aversión no
engendra amor.
-
Tanta audacia...
-
Sólo se teme... lo que se ama.”
La reina
experimentó un terrible deseo de hacerse temer.
Pensar en
futuros resentimientos del rey de los Hebreos, con el que había jugado tan
alegremente, hasta entonces le había resultado inverosímil, y eso a pesar de
que su nodriza había desplegado toda su elocuencia sobre este punto. Pero esa
objeción, ahora, le parecía mejor fundamentada, y volvió sobre el asunto de
nuevo en los siguientes términos:
“No me
conviene bajo ningún concepto escuchar vuestras insinuaciones contra mi
anfitrión, mi...”
Adonirám
la interrumpió.
“Reina,
no me gustan los hombres, yo les conozco. A ése, le he frecuentado durante
largos años. Bajo la piel de cordero, se esconde un tigre amordazado por los
sacerdotes, que roe dulcemente su bozal. Hasta el momento se ha limitado a
hacer asesinar a su hermano Adonías: es poco... pero no tiene más parientes.
- En
verdad, quien os oyera podría pensar - remató Sarahil echando aceite al fuego-
que el maestro Adonirám está celoso del rey.”
Aquella
mujer ya llevaba un rato contemplándole atentamente.
“Señora
–replicó el artista- si Solimán no fuera de una raza inferior a la mía, puede
que yo bajara mis ojos ante él; pero la elección de la reina me muestra que
ella no ha nacido para otro...”
Sarahil
abrió los ojos sorprendida, y, colocándose tras la reina, dibujó en el aire, a
la vista del artista, un signo místico que él no comprendió, pero que le hizo
temblar.
“Reina, -
exclamó aún remarcando cada palabra- el mostraros indiferente ante mis
acusaciones ha aclarado mis dudas. En adelante, me abstendré de perjudicar a
ese rey que no ocupa lugar alguno en vuestro espíritu...
- En fin,
maestro, ¿de qué sirve hostigarme de esta manera? Incluso aunque yo no amara al
rey Solimán...
- Antes de
nuestro encuentro - interrumpió el artista en voz baja y emocionado – vos
habíais creído amarle.”
Sarahil
se alejó, y la reina se volvió, confusa.
“Ay,
concededme una gracia, señora, abandonemos esta conversación: ¡es el rayo lo
que atraigo sobre mi cabeza! Una palabra, perdida entre vuestros labios,
encierra para mí la vida o la muerte. ¡Oh!, ¡no habléis más! Me he esforzado en
llegar a este supremo instante, y yo mismo lo estoy alejando. Dejadme con la
duda; mi valor ha sido vencido, estoy temblando. Ese sacrificio, tengo que
prepararme para él. ¡Tanta gracia, tanta juventud y belleza resplandecen en
vos, y por desgracia!... ¿quién soy yo a vuestros ojos? No, no... Debo perder
aquí la felicidad... inesperada; retened vuestro aliento para que no pueda
dejarme al oído una palabra mortal. Este
débil corazón jamás batido, en su primera angustia se ha roto, y creo que voy a
morir.”
Balkis no
andaba mucho mejor; un vistazo furtivo sobre Adonirám le mostró a ese hombre,
tan enérgico, poderoso y valiente; pálido, respetuoso, sin fuerza, y la muerte
en sus labios. Victoriosa y afectada, feliz y trémula, el mundo desapareció
ante sus ojos. “¡Por desgracia! -balbució esa joven de sangre real- yo tampoco,
yo jamás he amado”.
Su voz
expiró sin que Adonirám, temiendo despertarse de un sueño, osara perturbar ese
silencio.
De pronto
Sarahil se acercó, y ambos comprendieron que había que hablar, so pena de
traicionarse. La abubilla revoloteaba por allí, alrededor del escultor, que al
darse cuenta de ello dijo de un aire distraído: “¡Qué hermoso plumaje el de
este pájaro!, ¿le poseéis desde hace mucho tiempo?”.
Y fue
Sarahil quien respondió, sin apartar la vista del escultor Adonirám: “Ese
pájaro es el único retoño de una especie sobre la que, como a los demás
habitantes del aire, mandaba la raza de los genios. Conservado quién sabe por
qué prodigio, la abubilla, desde tiempos inmemoriales, obedece a los príncipes
Himyaríes. Gracias a ella y su intermediación la reina reúne a voluntad a las
aves del cielo.”
Esa
confidencia produjo un efecto peculiar en el rostro de Adonirám, que contempló
a Balkis con una mezcla de alegría y de ternura.
“Es un
animal caprichoso, dijo ella. En vano Solimán la ha intentado colmar de
caricias y golosinas, la abubilla, obstinada, se le escapa siempre, y no ha
conseguido que vaya a posarse en su puño.”
Adonirám
reflexionó por un instante, dio la impresión de haber sido tocado por una
inspiración y sonrió. Sarahil estuvo aún más atenta.
Adonirám
se levantó, pronunció el nombre de la abubilla, que, posada sobre un arbusto,
se quedó inmóvil y le miró de lado. Dando un paso, trazó en el aire la Tau
misteriosa, y el pájaro, desplegando sus alas, revoloteó sobre su cabeza, y se
posó dócilmente en su mano.
Mi
suposición tenía sus fundamentos, dijo Sarahil: el Oráculo se ha cumplido.
- ¡Sombras
sagradas de mis ancestros! ¡Oh, Tubalcaín, padre mío! ¡vos no me habéis
engañado! ¡Balkis, espíritu de la luz, mi hermana, mi esposa, por fin, os he
encontrado!. Sólo sobre la tierra, vos y yo, podemos dar órdenes a ese
mensajero alado de los genios del fuego, de los que somos descendientes.
- ¡Cómo!
Señor, Adonirám entonces sería...
- El último
vástago de Cus, nieto de Tubalcaín, al que estáis ligado a través de Saba,
hermano de Nemrod, el cazador, y tatarabuelo de los Himyaríes[48]... y
el secreto de nuestro origen debe quedar oculto para los hijos de Sem creados
del barro de la tierra.
- Debo
inclinarme ante mi señor, dijo Balkis tendiéndole la mano, ya que, conforme al
dictado del destino, no se me permite acoger otro amor que el de Adonirám.
- ¡Ah!
–respondió cayendo de rodillas, ¡sólo de Balkis quiero recibir un bien tan
preciado!. Mi corazón ha volado ante el vuestro, y desde el momento en que vos
aparecisteis ante mí, yo me convertí en vuestro esclavo.”
Esa
conversación se habría extendido largamente si Sarahil, dotada de la prudencia
de su edad, no la hubiera interrumpido en estos términos: “Dejad para otro
momento esas tiernas declaraciones de amor; momentos difíciles os esperan, y
más de un peligro os amenaza. Por la virtud de Adonay, los hijos de Noé son los
señores de la tierra, y su poder se extiende sobre vuestra existencia mortal.
Solimán detenta un poder absoluto sobre sus Estados, de los que los nuestros
son tributarios. Sus ejércitos son temibles, su orgullo es inmenso; Adonay le
protege; tiene numerosos espías. Busquemos el medio de huir de este peligroso
lugar, y, hasta entonces, prudencia. No olvidéis, hija mía, que Solimán os
espera esta tarde en el altar de Sión... Deshacer el compromiso y romperlo,
sería irritarle y despertar sospechas. Pedidle un poco más de tiempo, sólo para
hoy, fundadlo en la aparición de presagios nefastos. Mañana, el sumo sacerdote
os proporcionará un nuevo pretexto. Vuestro trabajo será contener la
impaciencia del gran Solimán. Y vos, Adonirám, dejad a vuestras servidoras: la
mañana avanza; y ya está cubierta de soldados la nueva muralla desde la que se
domina la fuente de Siloé; el sol, que nos busca, va a llevar sus miradas sobre
nosotros. Cuando el disco de la luna perfore el cielo bajo los cerros de
Efraín, atravesad el Cedrón, y aproximaos a nuestro campamento, hasta un bosque
de olivos que ocultan las jaymas a los habitantes de las colinas. Allí,
tomaremos consejo de la sabiduría y la reflexión.”
Se
separaron con pesar: Balkis se reunió con su cortejo, y Adonirám la siguió con
la mirada hasta el momento en que desapareció entre los matorrales de adelfas.

IX. Los tres compañeros
El narrador nos relata “La desconfianza y temores del sumo
sacerdote Sadoc ante la unión con la Reina de Saba. Solimán recibe en el templo
a los tres obreros traidores y planea su venganza contra Adonirám”
Solimán
y el Sumo Sacerdote de los hebreos charlaban desde hacía un buen rato bajo el
atrio del templo.
“Es un
deber, -dijo con despecho el pontífice Sadoc a su rey-, y vos sólo os escudáis
en mi consentimiento para este nuevo retraso. ¿Cómo celebrar un matrimonio si
la novia no está aquí?
-
Venerable Sadoc –repuso el príncipe suspirando-, estos retrasos decepcionantes
me afectan a mí, más aún que a vos, y los llevo con paciencia.
- En
buena hora; pero yo; yo no estoy enamorado –dijo el levita, pasándose la mano
seca y pálida, surcada de venas azules, por su larga barba blanca y
ahorquillada.
-
Precisamente por eso vos deberíais estar más calmado.
- ¡Y
cómo! –continuó Sadoc-, desde hace cuatro días, caballeros y levitas están
dispuestos; los holocaustos, preparados; el fuego arde inútilmente sobre el
altar, y en el momento más solemne, hay que aplazarlo todo. Sacerdotes y rey a
merced de los caprichos de una mujer extranjera que nos pasea de pretexto en
pretexto y juega con nuestra credulidad”.
Lo que
humillaba al sumo sacerdote era el tener que vestirse a diario con los
ornamentos pontificios, y estar obligado a despojarse de ellos inmediatamente
después sin haber podido hacer brillar, ante los ojos de la corte de los
sabeos, la pompa hierática de las ceremonias de Israel. Se paseaba, agitado, a
lo largo del atrio interior del templo, con sus espléndidas vestiduras ante un
consternado Solimán.
Para esa
augusta ceremonia, Sadoc, se había vestido con su túnica de lino, un fajín
bordado, su efod[49] abierto por delante y por
detrás. El efod brillaba sobre su pecho; era cuadrado, de un palmo de largo y
rodeado por una fila de sardónices, topacios y esmeraldas; una segunda fila de
carbunclos, zafiros y jaspe; una tercera de ligures, amatistas y ágatas, y, una
cuarta de criolitas, ónices y berilos. La túnica del efod, de un violeta claro,
abierta por el medio, estaba bordada con pequeñas granadas de jacinto y
púrpura, alternadas con diminutas campanillas de oro fino. La frente del
pontífice estaba ceñida por una banda de color jacinto, adornada con una lámina
de oro bruñido que ostentaba un huecograbado con las palabras “Adonay es santo”[50].
Y eran
necesarias dos horas y seis servidores de entre los levitas para revestir a
Sadoc con su atuendo litúrgico, sujeto con cadenillas, nudos místicos y
corchetes de orfebrería. Esa vestimenta era sagrada; y sólo a los levitas les
estaba permitido tocarla, ya que fue el mismo Adonay quien ordenó su diseño a
Musa Ben-Amrán (Moisés), su servidor.
Así
pues, tras cuatro días, los atavíos pontificales de los sucesores de Melkisedek
sobre los hombros del respetable Sadoc, recibían diariamente una afrenta. Y
Sadoc, más irritado aún si cabe por tener que consagrar muy a su pesar el
matrimonio de Solimán con la Reina de Saba; algo que le desagradaba
profundamente.
Esa
unión le parecía peligrosa para la religión de los hebreos y el poderío de su
sacerdocio. La reina Balkis era instruida... Sadoc encontraba que los
sacerdotes sabeos la habían permitido conocer un montón de cosas que un
soberano, educado con prudencia, debía ignorar,; y sospechaba de la influencia
de una reina, versada en el difícil arte de gobernar sobre los pájaros. Estos
matrimonios mixtos que exponían la fe a permanentes ataques de una colectividad
escéptica, jamás agradaban a los pontífices. Y Sadoc, que con infinito trabajo
había conseguido aplacar en Solimán su pasión por la sabiduría, persuadiéndole
de que no había nada más que aprender, temblaba ante la perspectiva de que el
monarca se diera cuenta de cuántas cosas en realidad ignoraba.
Ese pensamiento
se hacía cada vez más certero, al ver que Solimán andaba ya reflexionando sobre
todo ello, y encontraba a sus ministros cada vez menos agudos y más déspotas
que los de la reina. La confianza de Ben-Daoud se había quebrantado; desde
hacía días guardaba secretos que no transmitía a Sadoc, y ni siquiera le
consultaba. Lo fastidioso, en los países en los que la religión está
subordinada a los sacerdotes y personificada en ellos, es que, el día en que el
pontífice falla, y todo mortal es débil, la fe se derrumba con él, y hasta el
mismo Dios se eclipsa con su orgulloso y funesto sostén.
Circunspecto,
sombrío, pero poco penetrante, Sadoc, se había mantenido sin esfuerzo,
aprovechando la suerte de tener pocas ideas. Ampliando la interpretación de la
ley al agrado de las pasiones del príncipe, justificándolas con la complacencia
de un dogma básico, aunque puntilloso en las formas; de suerte que Solimán se
sometiese dócilmente a ese yugo... ¡Y pensar que por culpa de una jovencita del
Yemen y un maldito pájaro se corría el riesgo de destruir el edificio de una
educación tan prudente!
Acusarles
de magia, ¿no sería acaso confesar el poderío de las ciencias ocultas, tan
desdeñosamente negadas?. Sadoc se encontraba en un verdadero aprieto. Y además
tenía otras preocupaciones; el poder ejercido por Adonirám sobre los obreros
inquietaba también al Sumo Sacerdote, alarmado con razón ante cualquier
dominación oculta y cabalística. Y a pesar de todo, Sadoc había impedido
constantemente a su real alumno despedir al único artista capaz de erigir al
dios Adonay el templo más impresionante del mundo, y atraer al altar de
Jerusalén la admiración y las ofrendas de todos los pueblos de Oriente. Para
buscar la perdición de Adonirám, Sadoc esperaba a que terminaran los trabajos,
limitándose hasta entonces a alimentar la sombría desconfianza de Solimán. Pero
desde hacía unos días la situación se había agravado. En medio del estallido de
un triunfo inesperado, imposible, milagroso; Adonirám, recordaba, había
desaparecido. Esa ausencia extrañaba a toda la corte, excepto, aparentemente,
al rey, que no había hablado de ello en ningún momento a su sumo sacerdote,
algo poco habitual.
De esta
suerte, el venerable Sadoc, sabiéndose inútil, y resuelto a hacerse el
necesario, se había visto reducido a combinar vagas declamaciones proféticas,
reticencias de oráculos apropiados para impresionar la imaginación del
príncipe. A Solimán le gustaban bastante los discursos, sobre todo porque le
ofrecían la ocasión de resumir su significado en tres o cuatro proverbios.
Ahora bien, en estas circunstancias, las sentencias del Eclesiastés, lejos de
amoldarse a las homilías de Sadoc, sólo
hablaban acerca de la utilidad del punto de vista del Señor, de la desconfianza,
y de la desgracia de los reyes entregados a la astucia, a la mentira y al
interés. Y Sadoc, turbado, se replegaba en las profundidades de lo
ininteligible.
“Aunque
vos habláis de maravilla –dijo Solimán-, no he venido a buscaros al templo para
disfrutar de esa elocuencia: ¡desdichado es el rey que se nutre de palabras!
Tres desconocidos van a presentarse aquí, pidiendo una audiencia conmigo, y
serán escuchados, ya que conozco su deseo. Para esa audiencia he elegido este
lugar, ya que importa y mucho que este encuentro quede en secreto.
- Esos
hombres, Señor, ¿quiénes son?
- Gentes
instruidas en materias que los reyes ignoran: se puede aprender mucho de
ellos.”
Al poco,
tres artesanos, introducidos hasta el atrio interior del templo, se
prosternaron a los pies de Solimán. Su actitud era tensa y su mirada inquieta.
“Que la
verdad salga de vuestros labios, les dijo Solimán, y no esperéis imponeros al
rey: pues él conoce vuestros pensamientos más secretos. Tú, Phanor, trabajador
ordinario del gremio de los albañiles, tú eres enemigo de Adonirám, porque
odias la supremacía de los mineros, y, para destruir la obra de tu maestro,
mezclaste piedras combustibles con los ladrillos de sus hornos. Amrou, del
gremio de los carpinteros, tú sumergiste las vigas dentro de las llamas para
debilitar las bases del mar de bronce. En cuanto a ti, Méthousaël, minero de la
tribu de Rubén, tú has estropeado la fundición añadiéndole lavas sulfurosas,
recogidas a orillas del lago de Gomorra. Los tres aspiráis en vano al cargo y
al salario de los maestros. Como habéis visto, mi clarividencia puede penetrar
hasta el misterio de vuestras acciones más ocultas.
- Gran
rey –respondió Phanor espantado-, es una calumnia de Adonirám, que se ha
confabulado para perdernos.
-
Adonirám ignora un complot que solo yo conozco. Habéis de saber que nada escapa
a la sagacidad de los protegidos de Adonay.”
La
extrañeza de Sadoc le hizo comprender a Solimán que su sumo sacerdote no
contaba demasiado con el favor de Adonay.
“Así que
será tiempo perdido –continuó el rey-, el que tratéis de disimular la verdad.
Lo que vais a revelarme ya lo conozco de antemano, y ahora lo que voy a poner a
prueba es vuestra fidelidad. Que Amrou sea el primero en tomar la palabra.
- Señor,
-dijo Amrou, tan asustado como sus cómplices-, yo he ejercido la vigilancia más
absoluta sobre los talleres, las canteras y las fábricas. Adonirám no apareció
por allí ni una sola vez.
- A mí
–continuó Phanor- se me ocurrió esconderme, al caer la noche, en la tumba del
príncipe Absalón Ben-Daoud, en el camino que va del Moria al campamento de los
sabeos. Hacia las tres de la madrugada, un hombre vestido con una gran túnica y
tocado con un turbante como los que lleva la gente del Yemen, pasó ante mí; me
aproximé y reconocí a Adonirám, que iba hacia las jaymas de la reina, y como él
me había visto, no me atreví a seguirle.
- Señor
–prosiguió Méthousaël-, a vos, que todo lo conocéis y la sabiduría habita en
vuestro espíritu, hablaré con toda sinceridad. Si mis revelaciones son de tal
naturaleza que puedan costar la vida a quienes penetren en tan terribles
misterios, dignaos alejar a mis compañeros a fin de que mis palabras sólo
recaigan sobre mí.”
Solimán
extendió la mano y respondió: “¡Te salva tu buena fe, nada temas, Méthousaël de
la tribu de Rubén!
-
Disfrazado con un caftán, y cubierto el rostro con un tinte oscuro, me mezclé,
aprovechando la noche, entre los eunucos negros que rodeaban a la princesa:
Adonirám se deslizó a través de las sombras hasta sus pies; durante mucho
tiempo estuvo conversando con ella y el viento de la noche trajo hasta mis
oídos el temblor de sus palabras; yo me escabullí una hora antes del alba, y
Adonirám aún estaba con la princesa...”
Solimán
contuvo su cólera, cuya señal reconoció Méthousaël en las pupilas del rey.
- “¡Oh,
rey! –exclamó-, me he visto obligado a obedeceros; pero permitidme no añadir
nada más.
-
¡Continúa! Yo te lo ordeno.
- Señor,
mantener vuestra gloria es algo importante para vuestros súbditos. Yo pereceré
si es necesario; pero mi Señor nunca será juguete de esos pérfidos extranjeros.
El sumo sacerdote de los sabeos, la nodriza y dos mujeres de la reina están en
el secreto de esos amores. Si he entendido bien, Adonirám no es quien parece
ser, está investido, al igual que la princesa, de un poder mágico, y gracias a
ese don, ella puede dominar sobre los habitantes del aire, y el artista, sobre
los espíritus del fuego. Sin embargo, esos seres tan favorecidos, temen vuestro
poder sobre los genios, un poder que vos poseéis pero ignoráis.
Sarahil
habló de un anillo en forma de estrella, explicando a la asombrada reina sus
propiedades maravillosas, y se han lamentado al hablar de este asunto de la
imprudencia de Balkis. No he podido captar el fondo de la conversación, ya que
llegados a ese punto bajaron la voz y tuve miedo de que me descubrieran si me
acercaba demasiado. Pronto, Sarahil, el sumo sacerdote y los acompañantes se
retiraron haciendo una genuflexión ante Adonirám que, como he dicho, se quedó
solo con la reina de Saba. ¡Oh rey! ¡Ojalá pueda yo encontrar gracia ante vuestros
ojos, pues el engaño no ha aflorado en ningún momento a mis labios!
- ¿Con
qué derecho piensas que puedes sondear las intenciones de tu Señor? Sea el que
sea nuestro fallo, será justo... Que este hombre sea encerrado en el templo
como sus compañeros; no se comunicará con ellos bajo ningún concepto, hasta el
momento en que decidamos su suerte.”
¿Quién
podría describir el estupor del sumo sacerdote Sadoc, mientras los soldados
mudos, rápidos y discretos ejecutores de la voluntad de Solimán, arrastraban a
un aterrorizado Méthousaël?
“Ya
veis, respetable Sadoc –prosiguió el monarca con amargura-, vuestra prudencia
no ha sido capaz de descubrir nada; sordo ante nuestras plegarias, indiferente
a nuestros sacrificios, Adonay no se ha dignado iluminar a sus seguidores, y
solo yo, con ayuda de mis propias fuerzas, he desvelado la trama de mis
enemigos, a pesar de que ellos dominan sobre las potencias ocultas. ¡Ellos
tienen dioses fieles... mientras que el mío me abandona!
- Porque
vos le despreciáis buscando la unión con una mujer extranjera. Oh, rey,
desechad de vuestra alma ese sentimiento impuro, y vuestros adversarios os
serán entregados. Pero ¿cómo apoderarse de ese Adonirám que se vuelve invisible
y de esa reina protegida por la hospitalidad?
- Vengarse
de una mujer está por debajo de la dignidad de Solimán. En cuanto a su
cómplice, en un instante le vais a ver aparecer. Esta misma mañana me ha pedido
audiencia, y le espero aquí mismo.
- Adonay
nos favorece. ¡Oh, rey! ¡Hagamos que no salga de este recinto!
- Si
viene hasta aquí sin temor, no os quepa la menor duda de que sus defensores no
se encuentran lejos; pero nada de precipitaciones ciegas: esos tres hombres son
sus mortales enemigos. La envidia, la avaricia han envilecido su corazón. Puede
que hayan calumniado a la reina... Sadoc, yo la amo, y no voy a injuriar a la
princesa creyéndola mancillada por una pasión degradante, a causa de los
vergonzosos propósitos de esos tres miserables... Pero, por si acaso son
ciertas las sordas intrigas de Adonirám, tan poderoso entre el pueblo, he hecho
vigilar a este misterioso personaje.
-
Entonces, ¿suponéis que no ha visto a la reina?...
- Estoy
convencido de que la ha visto en secreto. La reina es curiosa, una entusiasta
de las artes, ambiciosa de renombre, y tributaria de mi corona. ¿Desearía
contratar al artista y emplearlo en su país para realizar alguna obra
magnífica?, ¿o bien reclutarle para organizar un ejército que se opusiera al
mío con objeto de librarse del tributo? Lo ignoro... Y sobre esos pretendidos
amores... ¿acaso no tengo la palabra de la reina? Sin embargo, admito que una
sola de esas suposiciones bastaría para demostrar que ese hombre es
peligroso... Ya veré...”
Mientras
hablaba con tono firme en presencia de un Sadoc, consternado de ver su altar
desdeñado y su influencia desvanecida; los guardianes mudos volvieron a
aparecer con sus tocados blancos y redondos, chaquetas recamadas y anchos
cinturones de los que pendían un puñal y un sable curvo. Estos intercambiaron
una señal con Solimán, y en ese momento apareció en el atrio Adonirám. Seis
hombres de los suyos le habían escoltado hasta allí; les dijo algo en voz baja
y se retiraron.
- 0 - O - o -

X. La audiencia
El narrador nos relata “Cómo Solimán recibe en el templo a Adonirám, que
solicita al rey permiso para licenciarse ya de su trabajo y partir hacia
Fenicia. Solimán sospecha de Adonirám y urde su perdición valiéndose de los
traidores: Phanor, Amrou y Méthousaël”
Adonirám
avanzó lentamente, y con una mirada firme, hasta el trono donde reposaba el rey
de Jerusalén. Tras un respetuoso saludo, el artista esperó, como era costumbre,
que Solimán le invitara a hablar.
“En fin,
maestro -le dijo el príncipe-, os habéis dignado, atendiendo a nuestros deseos,
darnos la ocasión de felicitaros por un triunfo... inesperado, y testimoniaros
nuestra gratitud. La obra es digna de mi persona, aún más de la vuestra. En
cuanto a la recompensa, nunca sería suficientemente espléndida; así que
designadla vos mismo: ¿qué deseáis de Solimán?
- Que
aceptéis mi dimisión, señor: los trabajos tocan a su fin y se pueden acabar sin
mí. Mi destino es recorrer el mundo, me reclama hacia otros cielos, y pongo en
vuestras manos de nuevo la autoridad con la que me habíais investido. Mi
recompensa es el monumento que dejo y el honor de haber servido de intérprete a
los nobles deseos de un rey tan poderoso.
-
Vuestra petición nos aflige. Contaba con manteneros entre nosotros con un
eminente rango en mi corte.
- Mi
carácter, señor, respondería mal a vuestras bondades. Independiente por
naturaleza, solitario por vocación, indiferente a los honores para los que no
he nacido, sometería con demasiada frecuencia vuestra indulgencia a prueba. Los
reyes tienen un humor desigual; la envidia les rodea y les asedia; la fortuna
es inconstante: yo ya lo he comprobado bastante. Lo que vos llamáis mi triunfo
y mi gloria, ¿no ha estado a punto de costarme el honor, e incluso la vida?
- Yo no
consideré fracasada vuestra obra hasta el momento en que vos mismo
proclamasteis el fatal resultado, ni me jactaría nunca de poseer un ascendente
superior al vuestro sobre los espíritus del fuego...
- Nadie
gobierna a esos espíritus, si es que aún existen. Además, esos misterios son
más asequibles para el respetable Sadoc que para un simple artesano. Lo que
pasó durante aquella noche terrible, yo lo ignoro: el proceso de la operación
confundió todas mis previsiones. Solo que, señor, en esa hora de angustia,
esperé en vano vuestro consuelo, vuestro apoyo, y por eso mismo, el día del
éxito, menos aún cabía en mis sueños esperar vuestros elogios.
-
Maestro, eso es orgullo y resentimiento.
- No,
señor, es humildad y sincera equidad. Desde la noche en que vertí la fundición
del mar de bronce hasta el día en que la descubrí, mi mérito en nada ganó, ni
perdió. Sólo el éxito marcó la única diferencia..., y, como habéis visto, el
éxito está en las manos de dios. Adonay os ama; él ha escuchado vuestras
plegarias, y soy yo, señor, quien debe felicitaros y clamaros: ¡gracias!
- ¿Quién
me librará de la ironía de este hombre? –pensaba Solimán-. ¿Me dejáis, acaso,
para llevar a cabo en otros lugares nuevas maravillas? –preguntó-.
- Hasta
no hace mucho tiempo, señor, así lo habría jurado. Mundos increíbles se
agitaban en mi ardiente cabeza; mis sueños vislumbraban bloques de granito,
palacios subterráneos con bosques de columnas, y la duración de nuestros
trabajos aquí se me hacía cada vez más pesada. Pero hoy, mi inspiración se ha
aplacado, la fatiga me calma, la tranquilidad me sonríe, y me parece que mi
carrera ha terminado...”
Solimán
creyó adivinar ciertos destellos de ternura que bailaban en torno a las pupilas
de Adonirám. Su mirada era seria, su fisonomía melancólica, su voz más
penetrante que de costumbre; de suerte que Solimán, turbado, se dijo: Este
hombre es muy bello...
“¿Adónde
pensáis ir cuando os marchéis de mis estados? –preguntó Solimán con fingida
indiferencia-.
- A
Tiro, -replicó sin dudar el artista-; se lo he prometido a mi protector, el
buen rey Hiram, que os aprecia como a un hermano, y que me dispensa sus
bondades paternales. Bajo vuestra autorización, me gustaría llevarle un plano,
con una vista elevada del palacio, el templo, el mar de bronce, así como de las
dos grandes columnas, Jakin y Booz[51], que
adornan la gran puerta del templo.
- Hágase
pues conforme a vuestros deseos. Quinientos caballeros os servirán de escolta,
y doce camellos transportarán los presentes y tesoros que se os han destinado.
- Es
demasiado: Adonirám sólo se llevará su manto. No se trata, señor, de que esté
rechazando vuestros dones. Vos sois generoso; el pago es considerable, y mi
partida, así, de pronto, dejaría sin recursos a vuestro tesoro, de lo que yo no
sacaría ningún provecho. Permitidme que sea totalmente franco: esos bienes que
acepto gustoso, los dejaré en depósito en vuestras manos. Cuando los necesite,
señor, os lo haré saber.
- En
pocas palabras, -dijo Solimán-, el maestro Adonirám tiene la intención de
convertirnos en su tributario.”
El
artista sonrió y respondió graciosamente:
“Señor,
me habéis adivinado el pensamiento.
- Y es
posible que se reserve para un día en el que pueda tratar conmigo dictando sus
condiciones.”
Adonirám
intercambió con el rey una mirada aguda y desafiante.
“Sea lo
que sea, -añadió-, yo no osaría solicitar nada que no fuera digno de la
magnanimidad de Solimán.
- Creo,
-dijo Solimán sopesando el efecto que podían causar sus palabras-, que la reina
de Saba tiene algunos proyectos en mente, y se propone emplear vuestro
talento...
- Señor,
ella no me ha hablado de eso en ningún momento.”
Esa
respuesta daba lugar a otras sospechas.
“No
obstante, objetó Sadoc, vuestro arte no la ha dejado indiferente. ¿Vais a
marcharos sin despediros de ella?
-
Despedirme de ella..., - repitió Adonirám, mientras Solimán se percataba de un
brillo extraño en sus ojos-; despedirme de ella...
-
Esperábamos, -prosiguió el príncipe-, conservaros con nosotros para las
próximas fiestas que daremos con motivo de nuestro enlace; ya que como
sabéis...”
La
frente de Adonirám se cubrió de un rojo intenso, y añadió sin amargura:
“Mi
intención es llegar a Fenicia cuanto antes.
- Ya que
así lo exigís, maestro, sois libre: acepto vuestra dimisión...
- A
partir de la puesta del sol, -objetó el artista-. Aún debo pagar a los obreros,
por lo que os ruego, señor, que ordenéis a vuestro intendente Azarías que haga
llegar al mostrador colocado al pie de la columna Jakin el dinero necesario.
Les pagaré como de costumbre, sin anunciarles mi marcha a fin de evitar el
tumulto de las despedidas.
- Sadoc,
transmitid esa orden a vuestro hijo Azarías. Una última cuestión: ¿qué pasa con
los tres compañeros llamados Phanor, Amrou y Méthousaël?
- Tres
pobres ambiciosos, honestos, pero sin talento. Aspiraban al título de maestros
y me han presionado para que les diera la palabra clave, a fin de tener derecho
a un salario mayor. Al final, han entrado en razón, y hace bien poco que me ha
sorprendido su buen corazón.
-
Maestro, está escrito: “Teme a la serpiente herida que se repliega.” Debíais
conocer mejor a los hombres: esos son vuestros enemigos; son ellos los que, con
sus malas artes, causaron los accidentes que estuvieron a punto de hacer
fracasar la fundición del mar de bronce.
- ¿Y
vos, señor, cómo lo sabéis?...
- Al
creer que todo estaba perdido, pero confiando en vuestro buen hacer, busqué las
causas ocultas de la catástrofe, y mientras vagaba entre los distintos grupos
de gente, esos tres hombres, creyéndose solos, hablaron.
- Su
crimen ha hecho perecer a mucha gente. Tal comportamiento es peligroso; es a
vos a quien corresponde decidir su suerte. Ese accidente me costó la vida de un
joven al que yo amaba, un hábil artista: Benoni, desde entonces no volvió a
aparecer. En fin, señor, la justicia es el privilegio de los reyes.
- A
todos les será aplicada. Vivid feliz, maestro Adonirám; Solimán no os
olvidará.”
Adonirám,
pensativo, parecía indeciso y confuso. De pronto, cediendo a un momento de
emoción dijo:
“Pase lo
que pase, señor, estad seguro de que siempre os respetaré, de mis piadosos
recuerdos, de la nobleza de mi corazón. Y si la sospecha invadiera vuestro
espíritu, pensad que, como la mayoría de los humanos, Adonirám no era dueño de
sus actos, ¡tenía que cumplir su destino!
- Adiós,
maestro... ¡cumplid con vuestro destino!”
Diciendo
esto, el rey le tendió una mano sobre la que el artista se inclinó con
humildad; aunque sin posar sobre ella sus labios, y Solimán se estremeció.
“¡Bien!,
-murmuró Sadoc viendo que Adonirám se alejaba-, ¡Bien!, y ahora ¿qué ordenáis,
mi señor?
- El
silencio más profundo, padre mío; porque a partir de este momento sólo me fiaré
de mí mismo. Entérate de una vez por todas, yo soy el rey. Obedece pues, si no
deseas caer en desgracia y cállate, si no quieres perder la vida, eso es lo que
has de hacer... Vamos, viejo, no tiembles: el soberano que te hace partícipe de
sus secretos para instruirte es un amigo. Haz llamar a esos tres obreros
encerrados en el templo; quiero hacerles aún algunas preguntas.”
Amrou y
Phanor comparecieron junto con Méthousaël; a sus espaldas, se colocaron los siniestros
guardianes mudos, con el sable entre las manos.
“He
sopesado vuestras palabras, -dijo Solimán en tono severo-, y he visto a
Adonirám, mi siervo. ¿Se trata de la justicia o acaso de la envidia? ¿Qué os
mueve a ir contra él? ¿Cómo simples obreros se atreven a juzgar de ese modo a
su maestro? Si fueseis hombres notables y jefes entre vuestros hermanos,
vuestro testimonio sería menos sospechoso. Pero no: vosotros sois ávidos, ambicionáis el título de maestro; pero no
podéis obtenerlo y el resentimiento ha endurecido vuestros corazones.
- Señor,
-dijo Méthousaël prosternándose-, queréis ponernos a prueba. Pero, aunque me
cueste la vida, yo sostendré que Adonirám es un traidor; y yo, he conspirado
para perderle, y lo he hecho con el único fin de salvar a Jerusalén de la
tiranía de un hombre pérfido que pretendía esclavizar a mi país con sus hordas
extranjeras. Mi imprudente franqueza es la mejor garante de mi fidelidad.
- No veo
por qué he de dar crédito a hombres despreciables, a esclavos de mis servidores.
Pero... la muerte ha dejado vacantes en el cuerpo de los maestros: Adonirám me
ha pedido retirarse a descansar, y yo me voy a dedicar, como él, a buscar entre
los jefes a gente digna de mi confianza. Esta tarde, después de la paga,
solicitadle la iniciación de los maestros; él estará solo... haced que escuche
vuestras razones. Solo de ese modo yo conoceré que sois trabajadores eminentes
en vuestras artes y bien situados en la estima de vuestros hermanos. Adonirám
es sabio: sus decisiones son ley. ¿No ha mostrado hasta ahora que nunca le ha
abandonado Dios? ¿Acaso ha dejado ver su reprobación ante alguno de esos
consejos siniestros, o por alguno de esos terribles golpes?, ¿es que su brazo
invisible ha sabido llegar hasta los culpables? ¡Pues bien! Que Jehová os
juzgue: si Adonirám os distingue con su favor, eso será para mí la secreta
señal de que el cielo se os declara propicio, y yo me cuidaré de Adonirám. En
caso contrario, si él os niega el título de maestro, mañana compareceréis ante
mí; yo escucharé la acusación y la defensa entre vosotros y él: los ancianos
del pueblo darán su veredicto. Id, meditad sobre lo que os he dicho, y que
Adonay os ilumine.”
Los tres
hombres se pusieron rápidamente de acuerdo con un pensamiento único: “Hay que
arrancarle la palabra-clave, dijo Phanor.
- ¡O que muera! –añadió el fenicio Amrou.
- Mejor, ¡que nos diga la palabra-clave
de los maestros y después muera!” –gritó Méthousaël.
Sus
manos se unieron en un triple juramento.
A punto
de franquear el atrio, Solimán, se volvió, y observándoles de lejos, respiró
con fuerza y dijo a Sadoc: “Ahora, ¡tiempo para el placer!... vayamos a buscar
a la reina.”
- 0 - O - o -
XI. La cena del rey
El narrador nos relata “de cómo Solimán, ya ebrio, pretende forzar a
Balkis que le acusa de traidor y de abusar de su poder. Y de cómo la reina le
pone un narcótico en la copa de vino y consigue escapar, aunque sin recuperar
el anillo que había regalado a Solimán para que gobernara sobre los genios...”
Comenzaba ya la puesta del sol; el
sofocante aliento del desierto abrasaba los campos iluminados por los reflejos
de un torbellino de nubes cobrizas; sólo la sombra de la colina del Moria
proyectaba algo de frescor sobre el seco lecho del Cedrón; las hojas moribundas
se agostaban, y las resecas flores de las adelfas pendían exangües y arrugadas;
camaleones, salamandras y lagartos pululaban entre las rocas; los bosquecillos
habían suspendido su rumor, y los arroyuelos, silenciado su murmullo.
Frío y
preocupado durante esa ardiente y monótona jornada, Adonirám, tal y como le
había anunciado a Solimán, fue a despedirse de su real amante, preparada para
una separación que ella misma había solicitado. “Partir conmigo, -había dicho-,
sería enfrentarse con Solimán, humillarle frente a su pueblo, y añadir un ultraje
al sufrimiento que las potencias eternas me han obligado a causarle. Quedarse
aquí, tras mi marcha, querido esposo, sería buscar vuestra muerte. El rey está
celoso, y en cuanto yo huya, vos seréis la única víctima que quedará a merced
de su resentimiento.
- ¡Pues
bien! Compartamos el destino de los hijos de nuestra raza, y vaguemos por la
tierra, errantes y dispersos. Yo he prometido al rey ir a Tiro. Seamos sinceros
ahora que vuestra vida ya no depende de una mentira. Esta misma noche tomaré el
camino hacia Fenicia, desde donde continuaré para reunirme con vos en el Yemen,
atravesando las fronteras de Siria, cruzando la Arabia pedregosa, y siguiendo
por los desfiladeros de los montes Cassanitas[52].
¡Qué desgracia! mi querida reina, ¿tengo que dejaros ya, abandonaros en una
tierra extranjera a merced de un déspota enamorado?
- No os
inquietéis, mi señor, mi alma es totalmente vuestra, mis servidores son fieles,
y esos peligros desaparecerán gracias a mi prudencia. Tormentosa y sombría va a
ser la próxima noche que ha de ocultar mi huida. Odio a Solimán; él sólo
codicia mis Estados; me ha rodeado de espías; ha intentado seducir a mis
servidores, sobornar a mis oficiales, negociar con ellos la conquista de mis
fortalezas. Si él hubiera adquirido derechos sobre mi persona, yo jamás habría
vuelto a ver el Yemen. Me arrancó con engaños una promesa, es cierto; pero ¿qué
es mi perjurio comparado con el precio de su deslealtad? y además ¿acaso no
debía yo engañarle, a él, que en cuanto ha podido me ha querido mostrar, con
amenazas mal fingidas, que su amor no tenía límites y que se había acabado su
paciencia?
- ¡Hay
que sublevar a las corporaciones!
- Las
corporaciones solo esperan su paga; no se moverán. ¿Para qué lanzarse a azares
tan peligrosos? Esas palabras que acabáis de pronunciar, lejos de alarmarme, me
satisfacen; incluso las había previsto, y las esperaba con impaciencia. Pero id
en paz, mi bien amado, ¡Balkis será vuestra para siempre!
-
Entonces, adiós, reina: debo abandonar ya este aposento en el que he encontrado
una felicidad como jamás había soñado. Tengo que dejar de contemplar lo que
para mí es la vida. ¿Os volveré a ver? ¡Qué desgracia! ¡Estos rápidos instantes
habrán pasado como un sueño!
- No,
Adonirám; muy pronto, estaremos juntos para siempre... Mis sueños, mis
presentimientos, de acuerdo con el oráculo de los genios, me aseguran la
continuidad de nuestra raza, y llevo conmigo una preciosa prenda de nuestro
himen. Vuestras rodillas recibirán a ese hijo destinado a hacernos renacer y a
liberar el Yemen y la Arabia entera del débil yugo de los herederos de Solimán.
Un doble aliciente os llama; un doble afecto os ata a la que os ama, y vos
volveréis.”
Adonirám,
enternecido, apoyó los labios sobre la mano en la que la reina había dejado
caer sus lágrimas, y, armándose de todo su valor, posó sobre ella una última y
prolongada mirada; después, volviéndose a la fuerza, dejó caer tras él la
cortina de la jayma y tomó el camino del Cedrón.
En Mello
esperaba Solimán, roído por las angustias más terribles; dividido entre la
cólera y el amor; la sospecha y los remordimientos anticipados; a la sonriente
y desolada reina; mientras, Adonirám, esforzándose por enterrar los celos en
las profundidades de su tristeza, llegaba al templo para pagar a los obreros antes
de tomar el cayado del exilio. Cada uno de estos personajes pensaba vencer a su
rival, contando para ello con un misterio, conocido por ambas partes. La reina
disimulaba sus intenciones, y Solimán, a su vez, bien informado, disimulaba
poniendo en duda su ingenioso amor propio.
Desde
las terrazas de Mello, vigilaba el cortejo de la reina de Saba, que serpenteaba
a lo largo del sendero de Emathia. Por encima de Balkis, las murallas teñidas
de púrpura del templo, en el que todavía reinaba Adonirám, hacían brillar sobre
una sombría nube sus almenas dentadas. Un sudor frío bañaba las sienes y
pálidas mejillas de Solimán; sus ojos, de par en par, devoraban el espacio. La
reina hizo su entrada, acompañada por sus oficiales de más alto rango y la
gente de su servicio, que se mezclaron con los del rey.
Durante
la velada, el príncipe parecía preocupado; Balkis se mostró fría y casi
irónica, sabía que Solimán estaba enamorado. La cena fue silenciosa; las
miradas del rey, furtivas o desviadas con afectación, parecían evitar la
impresión que le causaban las de la reina, que, a su vez, apagadas o avivadas
por una llama lánguida y contenida, reanimaban en Solimán ilusiones de las que
quería ser dueño. Su aire concentrado denotaba algún deseo. Él era hijo de Noé,
y la princesa observó cómo, fiel a la tradición del padre de las viñas, buscaba
en el vino la firmeza que le faltaba. Cuando se retiraron los cortesanos,
fueron los guardianes mudos los que sustituyeron a los oficiales del príncipe;
y como la reina había sido atendida por sus servidores, ella sustituyó a los
sabeos por nubios, que desconocían la lengua hebrea.
“Señora,
-dijo con severidad Solimán Ben-Daoud-, creo que se hace necesaria una
explicación entre nosotros.
-
Querido Señor, os habéis anticipado a mis deseos.
- Yo
había pensado que, fiel a la palabra dada, la princesa de Saba, más que una
mujer, era una reina...
- Pues
es al contrario, -interrumpió Balkis con viveza-; antes que reina, señor, yo
soy mujer. ¿Quién no está sujeto a errores? Yo os creí sabio; luego, os creí
enamorado... Soy yo la que ha sufrido el más cruel de los desengaños.”
Balkis
suspiró.
“Vos
sabéis de sobra que os amo, -continuó Solimán-; de no haber sido así, vos no
habríais abusado de vuestro ascendente, ni arrojado a vuestros pies un corazón
que al fin se revuelve.
-
Pensaba haceros los mismos reproches. No es a mí a quien amáis, señor, es a la
reina.
Y, con
franqueza, ¿estoy yo en edad de ambicionar un matrimonio de conveniencia?. Pues
bien, sí, he querido sondear vuestra alma: más delicada que la reina, la mujer,
descartando la razón de Estado, ha pretendido disfrutar de su poder: ser amada,
tal era su sueño. Atrasando la hora de satisfacer una promesa arrancada por
sorpresa; la mujer os puso a prueba; esperaba que vos únicamente desearais la
victoria de su corazón, pero ella se equivocó; vos habéis querido consumarla,
con amenazas; vos habéis empleado con mis servidores tretas políticas, y vos
sois ya más su soberano que yo misma. Esperaba un esposo, un amante; y estoy
temiendo a un dueño y señor. Como veréis os he hablado con sinceridad.
- Si vos
hubierais amado a Solimán, ¿no habríais escusado las faltas causadas por su
impaciencia en perteneceros? Pero no, en vuestros pensamientos sólo le veíais
como objeto de odio, no es por culpa suya que...
-
Deteneos, señor, y no añadías ofensa a suposiciones que me han herido. La
desconfianza azuza a la desconfianza, los celos intimidan al corazón, y, mucho
me temo, que el honor que vos queríais hacerme habría costado muy caro a mi paz
y a mi libertad.”
El rey
se calló, por miedo a perder todo, a comprometerse más adelante por culpa de un
vil y pérfido espía.
La reina
prosiguió con una gracia familiar y encantadora:
“Escuchad,
Solimán, sed sincero, sed vos mismo, sed amable. Mi ilusión aún está ahí... mi
espíritu se debate; pero, yo así lo siento, y sería dulce sentirme tranquila.
- ¡Ah!
¡cómo desterraríais toda preocupación, Balkis, si leyerais en este corazón en
el que sólo vos reináis! Olvidemos mis sospechas y las vuestras, y consentid al
fin a mi felicidad. ¡Fatal poderío el de los reyes! ¡qué soy yo, a los pies de
Balkis, hija de patriarcas, sino un pobre árabe del desierto!
-
Vuestro deseo concuerda con los míos, y me habéis comprendido. Sí, -añadió
ella, acercando al cabello del rey su rostro a un tiempo cándido y apasionado;
sí, es la austeridad del matrimonio hebreo que me deja de hielo y me asusta: el
amor, sólo el amor me habría arrastrado, si...
-
¿Si?... terminad, Balkis: la música de vuestra voz me penetra y abraza.
- No,
no... ¿Qué iba a decir, y qué repentino desfallecer?... Estos vinos tan dulces
tienen algo de pérfidos, y yo me siento completamente trastornada.”
Solimán
hizo una señal: los mudos y los nubios llenaron las copas, y el rey vació la
suya de un solo trago, observando con satisfacción cómo Balkis hacía otro
tanto.
- Hay
que admitir, -siguió la princesa entusiasmada-, que el matrimonio, siguiendo el
rito judío, no ha sido establecido para uso de reinas, y presenta algunos
aspectos enojosos.
- ¿Es
eso lo que no os permite tomar una decisión? –preguntó Solimán clavando sobre
ella una mirada transida de una cierta languidez.
- No lo
dudéis. Eso sin hablar del desagrado que supone el que os preparen jóvenes
obligadas a revestirse fealdad, ¿no es doloroso librar el cabello a las
tijeras, y verse envuelta en pelucas para el resto de vuestros días? A decir
verdad, -añadió, mostrando sus magníficas tranzas de ébano-, no tenemos ricos
atavíos que perder.
-
Nuestras mujeres, -objetó Solimán-, tienen la libertad de reemplazar sus
cabellos por pelucas de plumas de gallo hermosamente rizadas[53].
La reina
sonrió algo desdeñosa. “Entonces, -dijo Balkis-, aquí el hombre compra a la
mujer como si fuera una esclava o una sirvienta; incluso ella debe venir
humildemente a ofrecerse a la puerta de su marido. En fin, que la religión algo
tiene que ver en ese contrato más parecido a una mercadería, y el hombre,
cuando recibe a su compañera, extiende la mano sobre ella diciendo: Mekudescheth-li;
en buen hebreo: “Tú me has sido consagrada”. Y más aún, vos tenéis todas las
facilidades para repudiarla, traicionarla, incluso para hacerla lapidar bajo
cualquier ligero pretexto... Tanto podría yo estar orgullosa de ser amada por
Solimán, como estar temerosa de desposarle.
-
¡Amada! -exclamó el príncipe levantándose del diván en el que reposaba-; ¡ser
amada, vos! Jamás mujer alguna ha
ejercido un poder más absoluto. Yo estaba irritado; vos me apaciguáis a vuestro
antojo; siniestras preocupaciones me trastornaban; y me esfuerzo en hacerlas
desaparecer. Vos me confundís; lo noto, y aún así estoy conspirando con vos
para abusar de Solimán...”
Balkis
alzó la copa por encima de su cabeza dándose la vuelta con un voluptuoso
movimiento. Los dos esclavos volvieron a llenar las cráteras y se retiraron.
El salón
del banquete estaba desierto; la claridad de las lámparas, haciéndose cada vez
más débil, arrojaba misteriosos resplandores sobre el pálido Solimán, los ojos
ardientes, los labios temblorosos y descoloridos. Una extraña languidez se iba amparando
poco a poco de él: Balkis le contemplaba con una equívoca sonrisa.
De
pronto él se acordó... y saltó sobre su lecho.
“Mujer,
exclamó, se acabó el jugar con el amor de un rey...; la noche nos protege con
sus velos, nos rodea el misterio, una llama abrasadora recorre todo mi ser; la
rabia y la pasión me enervan. Esta hora me pertenece, y si vos sois sincera, no
me privaréis más de una felicidad tan costosamente comprada. Reinad, sed libre;
pero no rechacéis a un príncipe que se ofrece a vos, cuyo deseo le consume, y
que, en este momento, os disputaría incluso a los poderes del infierno.”
Confusa
y palpitante, Balkis respondió bajando los ojos:
“Dejadme
tiempo para reconocerme; ese lenguaje es nuevo para mí...
- ¡No!
–interrumpió el delirante Solimán, acabando de vaciar la copa que le
proporcionaba tal audacia-; no, mi constancia ha llegado al límite. Para mí es
ya una cuestión de vida o muerte. Mujer, tu serás mía, lo juro. Si me
engañas... yo seré vengado; si me amas, un amor eterno comprará mi perdón.”
Él
extendió las manos para enlazar a la joven, pero sólo abrazó una sombra; la
reina había retrocedido suavemente, y los brazos del hijo de Daoud cayeron
pesadamente. Su cabeza se inclinó; guardó silencio, y, de pronto, dando
traspiés, se sentó... Sus ojos entornados se dilataron con esfuerzo; sentía
expirar el deseo en su pecho, y los objetos se movían sobre su cabeza. Su
rostro embotado y pálido; encuadrado por la barba negra, expresaba un terror
vago; sus labios se entreabrieron sin articular sonido alguno, y su cabeza,
abrumada por el peso del turbante, cayó sobre los cojines del lecho. Atenazado
por lazos invisibles y pesados, trataba de sacudírselos de encima con el
pensamiento, pero sus miembros no obedecían a su imaginario esfuerzo.
La reina
se acercó, lenta y severa; él la contempló temeroso, de pie, la mejilla sobre
sus dedos doblados, mientras que con la otra mano se apoyaba en el codo. Ella
le observaba; él la oyó hablar y decir:
“El
narcótico actúa...”
Las
negras pupilas de Solimán se apagaron en las órbitas blancas de sus grandes
ojos de esfinge, y se quedó inmóvil.
“¡Bien,
-continuó ella-, obedezco y cedo, soy para vos!...”
Se
arrodilló y tocó la mano helada de Solimán, que exhaló un profundo suspiro.
“Aún
oye... -murmuró ella-. Escucha, rey de Israel, tú que impones el amor
valiéndote de tu poderío, del servilismo y de la traición, escucha: Me escapo
de tu poder. Pero si la mujer ha abusado de ti, la reina no te habrá engañado.
Estoy enamorada, pero no de ti; el destino no lo ha permitido. Descendiente de
un linaje superior al tuyo, he debido, para obedecer a los genios que me
protegen, escoger un esposo de mi sangre. Tu poderío expira ante el suyo;
olvídame. Que Adonay te escoja compañía. Él es grande y generoso: ¿acaso no te
ha otorgado la sabiduría, que por cierto bien se la has pagado en esta ocasión
con tus servicios?. A él te abandono, y te retiro el inútil apoyo de los genios
que tanto desdeñas y que no has sabido gobernar...”
Y
Balkis, amparándose del dedo en el que veía brillar el talismán con el anillo
que le había dado a Solimán, se dispuso a retirárselo; pero la mano del rey,
que respiraba a duras penas, contrayéndose en un sublime esfuerzo, se cerró
crispada, y todos los esfuerzos que hizo Balkis para volver a abrirle la mano,
fueron inútiles.
Balkis
iba a hablarle de nuevo, cuando la cabeza de Solimán Ben-Daoud cayó hacia
atrás, los músculos del cuello se distendieron; se le entreabrió la boca; los
ojos medio cerrados se empañaron, pues su alma había volado al país de los
sueños.
Todo
dormía en el palacio de Mello, excepto los servidores de la reina de Saba, que
habían narcotizado a sus anfitriones. A lo lejos gruñía la tormenta; el cielo
negro, surcado de rayos; los vientos desencadenados dispersaban la lluvia sobre
las montañas.
Un
corcel de Arabia, negro como una tumba, esperaba a la princesa, que dio la
señal de retirada, y pronto el cortejo, tomando el camino de los barrancos que
rodeaban la colina de Sión, descendió hasta el valle de Josafat. Vadearon el
Cedrón, cuyas aguas comenzaban ya a crecer con la lluvia torrencial para
proteger la huida; y, dejando a la derecha el Tabor, coronado de relámpagos,
llegaron a uno de los bordes del huerto de los olivos para desde allí tomar el
montuoso sendero de Betania.
“Sigamos
este camino, dijo la reina a su guardia; nuestros caballos son ágiles; a estas
horas, nuestro campamento ya se habrá recogido y nuestra gente se habrá
encaminado hacia el Jordán. Les encontraremos en la segunda hora del día más
allá del lago Salado[54],
desde donde nos adentraremos por los desfiladeros de los montes de Arabia.”
Y
aflojando la brida a su montura, sonrió a la tempestad pensando que compartía
las desgracias con su querido Adonirám, sin duda ya errante camino de Tiro.
Justo en
el instante en que se dirigían hacia el sendero de Betania, el resplandor de
los relámpagos desenmascaró un grupo de hombres que lo atravesaban en silencio,
y que se detuvieron estupefactos ante el ruido del cortejo de espectros que
cabalgaba en medio de las tinieblas.
Balkis y
su séquito pasaron delante de ellos, y uno de los guardias, adelantándose para
ver quiénes eran, dijo en voz baja a la reina:
“Son
tres hombres que llevan a un muerto envuelto en el sudario.”

- 0 - O - o -
XII. Makbenách
El narrador nos relata “el asesinato ritual de
Adonirám en el templo de Jerusalén; de cómo Adonay abandona y castiga a Solimán
por verter la sangre de los descendientes de Caín; del porqué “makbenách” (la
carne se desprende de los huesos) se escoge como nueva palabra-clave para los
maestros, tras encontrar el cadáver de Adonirám enterrado bajo una acacia en la
que se había posado el ave Hud-Hud...”
Durante la pausa
que siguió al relato anterior, los oyentes andaban agitados con ideas
controvertidas. Unos rechazaban admitir la tradición seguida por el narrador;
pretendían que la reina de Saba sólo tuvo realmente un hijo con Solimán y con
nadie más. El abisinio, sobre todo, se creía ultrajado en sus convicciones
religiosas por la suposición de que sus soberanos no fueran más que los descendientes
de un obrero.
“Has
mentido, -gritaba al rapsoda-. El primero de nuestros reyes abisinios se
llamaba Menilék, y era el auténtico hijo de Solimán y de Balkis-Makeda. Su
descendiente reina aún sobre nosotros en Gondar[55].
-
Hermano, -le dijo un persa-, déjanos escuchar la historia hasta el final, de
otro modo te echarán fuera como la otra noche. Este relato, según nuestro punto
de vista, es el ortodoxo, y si vuestro pequeño “Padre Juan[56]” de Abisinia[57] quiere descender de
Solimán, estaremos de acuerdo en que así sea, pero lo sería gracias al
matrimonio entre Solimán y alguna negra etíope, y no a través de la reina
Balkis, que pertenecía a nuestra raza blanca.
El
dueño del cafetín interrumpió la furiosa respuesta que ya estaba preparando el
abisinio, y cuando a duras penas restableció la calma, el narrador continuó de
este modo[58]...
Y siguió el narrador…
“Mientras Solimán acogía en su casa de
campo a la princesa de los sabeos, un hombre que pasaba por los altos del
Moria, miraba pensativo el crepúsculo que se extinguía entre los nubarrones y
los relámpagos que se encendían como constelaciones de estrellas, bajo las
sombras de Mello. Enviaba un último pensamiento a su amor, y se despedía de las
rocas de Solyme[59],
en la ribera del Cedrón que nunca más volvería a ver.
El
tiempo iba pasando, y el sol, al palidecer, había dejado caer a la noche sobre
la tierra. Al ruido y llamada de los martillos, que repicaban golpeando sobre
el mar de bronce, Adonirám, dejando aparte sus pensamientos, atravesó la
multitud de obreros congregados; y para presidir la paga, penetró en el templo,
del que entreabrió la puerta oriental, colocándose al pie de la columna Jakin.
Antorchas
encendidas bajo el peristilo chisporroteaban al recibir unas gotas de tibia
lluvia, a cuya caricia, los jadeantes obreros ofrecían su pecho con gallardía.
La
muchedumbre era numerosa; y Adonirám, además de a los contables, tenía a su
disposición encargados asignados a los distintos gremios. La separación de los
tres grados jerárquicos se realizaba gracias a una palabra asignada a cada uno
de ellos que reemplazaba, en esta circunstancia, a los signos manuales, cuya
identificación habría llevado demasiado tiempo. A continuación, el salario era
pagado conforme a la palabra-clave.
La
palabra asignada para el grado de los aprendices, había sido anteriormente
JAKÍN[60],
nombre de una de las columnas de bronce; la de los otros compañeros, BOOZ,
nombre de la otra columna, y la de los maestros, JEHOVÁ.
Ordenados
por categorías y puestos en fila, los obreros se presentaban ante la mesa de
pagos, delante de los intendentes, presididos por Adonirám que les daba la
mano, y al oído le murmuraban en voz baja una palabra. Para este último día se
había cambiado la palabra clave. El aprendiz decía TUBALCAÍN; el compañero, SCHIBBOLETH;
y el maestro, GIBLIM[61].
Poco a
poco, la muchedumbre iba desapareciendo, el recinto se quedó desierto, y
habiéndose retirado los últimos solicitantes, se dieron cuenta de que no todo
el mundo se había presentado, ya que aún quedaba dinero en la caja.
“Mañana,
-dijo Adonirám-, vos haréis la llamada, y así saber si es que hay obreros
enfermos, o si la muerte hubiera visitado a algunos.”
Una vez
que todos se hubieron alejado, Adonirám, vigilante y cuidadoso hasta el último
día, tomo, según tenía por costumbre, una lámpara para ir a hacer la ronda por
los talleres desiertos y por las diferentes estancias del templo, a fin de
asegurarse que habían sido ejecutadas
sus órdenes de extinguir los fuegos. Sus pasos resonaban tristemente
sobre las losas: una vez más contempló sus obras, y se detuvo largamente
delante de un grupo de querubines alados, el último trabajo del joven Benoni.
“¡Mi
querido niño!” –murmuró con un suspiro.
Una vez
cumplido ese peregrinaje, Adonirám se encontró de nuevo en la gran sala del
templo. Las tinieblas espesas alrededor de la lámpara se retorcían en volutas
rojizas que marcaban las altas nervaduras de las bóvedas, y los muros de la
nave, de la que se salía por tres puertas que miraban respectivamente al
septentrión, al poniente y al levante.
La
primera, la del norte, era la reservada al pueblo; la segunda, era la destinada
al rey y a sus guerreros; la puerta de oriente era la de los levitas; las
columnas de bronce, Jakin y Booz, se distinguían en el exterior de la tercera
puerta.
Antes de
dejar el templo por la puerta de occidente, la que le quedaba más cercana,
Adonirám echó un vistazo al fondo de la tenebrosa sala, y su imaginación,
exacerbada por las numerosas estatuas que acababa de contemplar, evocó en las
sombras el espíritu de Tubalcaín. Su mirada trató de perforar las tinieblas;
pero la quimera se hizo cada vez más grande y borrosa hasta que, llenando todo
el templo, se desvaneció en la profundidad de los muros como la sombra que
arrojara un hombre iluminado por el resplandor de una llama que se aleja. Un
quejumbroso lamento pareció resonar bajo las bóvedas.[62]
Entonces,
Adonirám se volvió, aprestándose a salir. Pero de pronto, una forma humana se
desgajó de la columna, y en un tono feroz le dijo:
“Si
pretendes salir habrás de librarme la palabra-clave de los maestros.”
Adonirám
iba desarmado; respetado por todos, habituado a ordenar mediante signos, ni se
le había ocurrido pensar en defender su sagrada persona.
“¡Desdichado!
–respondió, al reconocer al compañero Méthousaël-, ¡Aléjate! ¡Tú serás recibido
entre los maestros sólo cuando la traición y el crimen sean honrados! Huye con
tus compinches antes de que la justicia de Solimán alcance vuestras cabezas.”
Méthousaël
le escuchó, y alzando el martillo con su vigoroso brazo, lo hizo retumbar con
terrible fragor sobre el cráneo de Adonirám. El artista se tambaleó aturdido;
por un movimiento instintivo, buscó escapar por la segunda puerta, la de
septentrión; pero allí se encontraba el sirio Phanor, que le dijo:
“¡Si
quieres salir, revélame la palabra-clave de los maestros!”
- ¡Tú ni
siquiera has hecho siete años de trabajos! –replicó Adonirám con voz exangüe.
- ¡La
palabra clave!
-
¡Jamás!
Phanor,
el albañil, le hundió su cincel en el costado; pero no pudo herirle de nuevo,
ya que el arquitecto del templo, despierto por el dolor, voló como una saeta
hasta la puerta de Oriente para escapar de sus asesinos.
Pero era
allí en donde Amrou, el fenicio, compañero del gremio de los carpinteros, le
estaba esperando para a su vez gritarle:
“Si
quieres pasar, dame la palabra clave de los maestros.
- Yo no
la he obtenido de este modo, -articuló con dificultad un agotado Adonirám-;
reclámasela al que te ha enviado.”
Al ver
que Adonirám se esforzaba tratando de abrirse camino, Amrou le clavó la punta
de su compás en el corazón.
Y fue en
ese mismo momento cuando estalló la tormenta, comenzando con un terrible
trueno.
Adonirám
yacía en el suelo, y su cuerpo cubría tres inmensas losas. A sus pies se habían
reunido los asesinos, agarrándose de las manos.
“Este
hombre era grande, -murmuró Phanor.
- Pero
en una tumba no ocupará más espacio que tú, -dijo Amrou.
- ¡Que
su sangre caiga sobre Solimán Ben-Daoud!
-
¡Gimamos por nosotros! –replicó Méthousaël-; pues conocemos el secreto del rey.
Destruyamos la prueba del asesinato; la lluvia cae; la noche es oscura; Iblís
nos protege. Llevemos estos restos lejos de la ciudad, y confiémosles a la
tierra.”
Entonces
envolvieron el cuerpo en un largo paño de piel blanca, y, levantándolo en sus brazos,
descendieron sigilosamente por las orillas del Cedrón, dirigiéndose hacia un
cerro solitario situado más allá del camino de Betania. Cuando llegaron allí,
asustados y con el corazón encogido por el miedo, se encontraron de pronto en
presencia de una escolta de caballeros. El crimen es temeroso, se detuvieron;
la gente que huye se comporta con timidez... y fue entonces cuando la reina de
Saba pasó en silencio delante de los espantados asesinos que transportaban los
restos de Adonirám, su esposo.
Los asesinos
se alejaron un poco más y cavaron un agujero en la tierra que acogió el cuerpo
del artista. Tras lo cual, Méthousaël, arrancando una rama tierna de acacia, la
plantó en el terreno recién removido bajo el que reposaba la víctima.
Mientras
tanto, Balkis huía a través de los valles; la tempestad desgarraba los cielos,
y Solimán dormía; más cruel aún su dolor, por tener que despertar.
El sol
había completado su recorrido por el mundo, cuando el efecto letárgico del
filtro que había bebido se disipó. Atormentado por terribles sueños, se debatía
contra aquellas visiones, y gracias a
una violenta sacudida volvió al dominio de la vida.
Se
levantó y se extrañó; sus ojos errabundos parecen estar buscando la razón de su
dueño, hasta que por fin empieza a recordar...
La copa
vacía ante él; las últimas palabras de la reina trazándose de nuevo en su
pensamiento; no la ve y se inquieta; un rayo de sol que revolotea irónico sobre
su frente le hace temblar; de pronto, adivina todo y lanza un grito de furor.
En vano
intenta saber algo; nadie la ha visto salir, y su cortejo ha desaparecido del
llano en el que acampaba, no se han encontrado ni restos de su campamento.
“¡Mírame bien!, -exclamó Solimán, lanzando una irritada mirada al Sumo Sacerdote Sadoc-, ¡ésta es la ayuda
que tu dios presta a sus servidores! ¿Era esto lo que me había prometido? ¡Me
arroja como a un juguete a los espíritus del abismo[63], y
tú, ministro imbécil, que reinas bajo su nombre por mi impotencia, tú me has
abandonado sin prever ni impedir nada de nada! ¡Quién me dará legiones aladas
para alcanzar a esa pérfida reina! Genios de la tierra y del fuego, rebeldes
dominaciones, espíritus del aire, ¿me obedeceréis vosotros?
- No
blasfeméis, -gritó Sadoc-: Sólo Jehová es grande, y es un dios celoso.”
En medio
de ese caos, el profeta Ahías de Silo apareció sombrío, terrible e inflamado
del fuego divino; Ahías, pobre y temido, alguien que sólo se debe al espíritu;
sólo se dirige a Solimán: “Dios marcó con una señal la frente de Caín, el
asesino, y ha pronunciado: -¡Quien atente contra la vida de Caín, siete veces
será castigado! Y sobre Lamec, de la estirpe de Caín, habiendo vertido su
sangre, ha sido escrito: -La muerte de Lamec será vengada setenta veces siete[64].
Ahora, ¡escucha, oh, rey, lo que el Señor me ha ordenado que te diga!: - El que
haya derramado la sangre de Caín y de Lamec será castigado setecientas veces
siete.”
Solimán
bajó la cabeza; recordó a Adonirám, y al darse cuenta por esta profecía que sus
órdenes habían sido cumplidas, el remordimiento le arrancó este grito:
“¡Miserables! ¿qué es lo que han hecho? Yo no les había dicho nada de matarle”.
Abandonado
por su Dios, a merced de los genios, despreciado, traicionado por la princesa
de los Sabeos, Solimán, desesperado posó sus párpados sobre la mano desarmada
en la que aún brillaba el anillo que había recibido de Balkis. Ese talismán le
dio un atisbo de esperanza. Quedándose sólo, giró el chatón hacia el sol, y vio
como acudían a él todos los pájaros del aire, excepto Hud-Hud, la abubilla
mágica. Él la llamó por tres veces, forzándola a obedecer, y ordenándola que le
condujera hasta la reina. La abubilla, en ese mismo instante retomó el vuelo, y
Solimán, que tendía sus brazos hacia ella, sintió cómo se elevaba sobre la
tierra y era llevado por los aires; entonces el miedo le atenazó, y desviando
la mano, bajó a la tierra de nuevo. La abubilla, atravesó el valle y fue a
posarse en un promontorio de tierra recién removida, sobre la rama de una
temblorosa rama de acacia, de donde Solimán no consiguió que se bajara.
Arrebatado
por el vértigo, el rey Solimán fantaseaba con levantar a numerosos ejércitos
para exterminar a sangre y fuego el reino de Saba. Con frecuencia se encerraba
solo para maldecir su suerte y convocar a los espíritus. Un ‘afrit, genio de
los abismos, fue obligado a servirle y acompañarle en sus soledades. Para
olvidar a la reina y dar un cambio a su fatal pasión, Solimán hizo buscar por
todas partes a mujeres extranjeras que desposó según los ritos impíos, y que le
iniciaron en el culto idólatra de las imágenes. Pronto, y para ablandar a los
genios, pobló los altozanos y construyó, no lejos del Thabor, un templo a
Moloch[65].
De ese
modo se cumplía la profecía que la sombra de Enoc (Henoc)[66]
había hecho en el imperio del fuego, a su hijo Adonirám, en estos términos: “Tú
estás destinado a vengarnos, y ese templo que estás erigiendo para Adonay
causará la perdición de Solimán.”
Pero el
rey de los hebreos aún hizo algo más, tal y como se menciona en el Talmud; ya
que, habiéndose extendido el ruido de las murmuraciones sobre el asesinato de
Adonirám, el pueblo sublevado exigía justicia, por lo que el rey ordenó que
nueve maestros acreditasen la muerte del artista, encontrando su cuerpo.
Habían
transcurrido diecisiete días: las pesquisas por los alrededores del templo
habían resultado estériles, y los maestros recorrían en vano los campos. Uno de
ellos, agotado por el calor, al querer trepar más fácilmente, agarrándose a la
rama de una acacia de la que acababa de salir volando un pájaro brillante y
desconocido, se sorprendió al percibir que el arbusto entero cedía bajo su mano
y se desgajaba por completo de la tierra, que se notaba había sido removida
hacía poco, ante lo que el maestro extrañado llamó a sus compañeros.
Enseguida
los nueve comenzaron a cavar con las uñas y constataron la forma de una fosa.
Entonces uno de ellos dijo a sus hermanos:
“Es
posible que los culpables fueran unos traidores que hubieran querido arrancar a
Adonirám la palabra-clave de los maestros. ¿No sería prudente que la
cambiáramos, no fuera que de nuevo volvieran por allí?
- ¿Qué
palabra adoptaremos? –objetó otro.
- Si
encontramos aquí a nuestro maestro, -continuó un tercero-, la primera palabra
que sea pronunciada por uno de nosotros nos servirá como palabra-clave; esto
llevará hasta la posteridad el recuerdo de este crimen y el juramento que
haremos aquí de tomar venganza, nosotros y nuestros hijos, sobre esos asesinos,
hasta su descendencia más lejana.”
El
juramento fue hecho; sus manos unidas sobre la fosa, y volvieron a excavar con
ardor.
Cuando
reconocieron el cadáver, uno de los maestros le cogió por un dedo, pero la piel
se le quedó en la mano; lo mismo le pasó al segundo; un tercero le agarró por
la muñeca del modo que los maestros usan con sus compañeros, y también
se separó la piel; ante lo que exclamó: MAKBENÁCH[67], que
significa: LA CARNE SE DESPRENDE DE LOS
HUESOS.
Sobre el
terreno acordaron que esa sería la palabra-clave de maestro en lo sucesivo, y
el grito de adhesión de los vengadores de Adonirám, y la justicia divina ha
querido que durante un buen número de siglos esa palabra haya levantado a los
pueblos contra el linaje de los reyes.
Phanor,
Amrou y Méthousaël habían huido; pero, reconocidos como falsos hermanos,
perecieron a manos de los obreros, en el Estado de Maaca, rey del país de Geth[68], en
donde se ocultaban bajo los nombres de Sterkin, Oterfut y Hoben[69].
Con
todo, las corporaciones, por una secreta inspiración, han continuado a lo largo
de los siglos buscando llevar a cabo su frustrada venganza sobre Abiram o
el asesino… Y la descendencia de Adonirám fue sagrada para ellos; ya que aun
transcurrido mucho tiempo, seguían jurando por los hijos de la viuda;
pues así llamaban a los descendientes de Adonirám y la reina de Saba.
Por
orden expresa de Solimán Ben-Daoud, el ilustre Adonirám fue inhumado bajo el
mismo altar del templo que había construido; y por eso Adonay terminó por
abandonar el arca de los hebreos y redujo a esclavitud a los sucesores de Daoud[70].
Ávido de
honores, de poder y de voluptuosidad, Solimán desposó a quinientas mujeres, y
finalmente reuniendo a todos los genios, les obligó a servir sus deseos contra
las naciones vecinas, gracias a la virtud del célebre anillo, antaño cincelado
por Irad, padre del Cainita Maviaël; que lo legó a Henoch, y con él se sirvió
para dominar sobre las piedras; Henoch lo cedió al patriarca Jared, que a su
vez se lo dio a Nemrod, siendo éste quien se lo pasó a Saba, padre de los
Himyaríes.
Con el
anillo, Salomón[71] sometió a los genios, a
los vientos y a todos los animales[72].
Harto de poder y de placeres, el sabio iba repitiendo: “Comed, amad, bebed; lo
demás sólo es orgullo.”
Y,
extraña contradicción: ¡no era feliz! Ese rey, degradado su cuerpo, aspiraba a
convertirse en inmortal...
Basándose
en artificios, y con ayuda de un profundo saber, esperaba que mediando ciertas
condiciones, podría depurar su cuerpo de los elementos mortales, sin que se
corrompiera. Para ello, era necesario que durante doscientos veinticinco años,
su cuerpo permaneciera al abrigo de cualquier ataque, de todo principio
corruptor, durmiendo el sueño profundo de los muertos. Tras lo cual, el alma
exilada, volvería a su envoltura terrenal, rejuvenecida y con la virilidad
floreciente, cuyo esplendor se sitúa a los treinta y tres años de edad.
Viejo y
achacoso, en cuanto percibió la total decadencia de sus fuerzas, señal de un
final cercano; Solimán ordenó a los genios que había convertido en sus siervos,
construirle, en la montaña del Kaf, un palacio inaccesible, en cuyo centro hizo
erigir un trono de oro macizo y marfil, soportado por cuatro pilares hechos con
el vigoroso tronco de un roble.
Fue allí
donde Solimán, príncipe de los genios, había decidido pasar ese tiempo de
prueba. Los últimos días de su vida fueron empleados en conjurar, mediante
signos mágicos y por la virtud del anillo, a todos los animales, a todos los
elementos, a todas las sustancias dotadas de la propiedad de descomponer la
materia. Conjuró a los vapores de las nubes, a la humedad de la tierra, a los
rayos del sol, al soplo de los vientos, a las mariposas, a las polillas y a las
larvas. Conjuró a las aves de presa, al murciélago, al búho, a la rata, a la
mosca impura, a las hormigas y a las familias de todos los insectos que reptan,
trepan y roen. Conjuró al metal; conjuró a la piedra, a los álcalis y a los
ácidos, e incluso a las emanaciones de las plantas.
Tomadas
estas disposiciones, una vez que se hubo asegurado bien de haber sustraído su
cuerpo a todos los agentes destructores, despiadados ministros de Iblís, se
hizo transportar por última vez al corazón de la montaña del Kaf, y, convocando
a los genios, les impuso trabajos inmensos, ordenándoles, bajo la amenaza de
los castigos más terribles, respetar su sueño y velar en torno a él.
A
continuación se sentó en el trono, al que sujetó fuertemente sus miembros, que
se fueron enfriando poco a poco; sus ojos se apagaron, su hálito se detuvo, y
durmió el sueño de los muertos.
Y los
genios esclavos continuaron sirviéndole, ejecutando sus órdenes y prosternándose
delante de su señor, esperando su resurrección.
Los
vientos respetaron su rostro; las larvas que engendran gusanos no pudieron
acercársele; pájaros y cuadrúpedos roedores fueron obligados a alejarse; el
agua desvió sus humedades, y, por la fuerza de los conjuros, el cuerpo
permaneció intacto durante más de dos siglos.
La barba
de Solimán había crecido y le caía hasta los pies; las uñas habían perforado el
cuero de sus guantes y el tafilete dorado de su calzado.
¿Pero
cómo la sabiduría humana, de tan cortas luces, podría alcanzar el INFINITO
(sic)? Solimán había descuidado el
conjuro de un insecto, el más ínfimo de todos... se había olvidado de la cresa[73].
La larva
avanzó misteriosa... invisible... penetró en uno de los pilares que sostenían
el trono, y lo fue royendo lentamente, muy lentamente, sin detenerse nunca. Ni
el oído más fino habría podido escuchar cómo iba raspando poco a poco ese
átomo, que sacudía tras él, año tras año, unos pocos granos de finísimo
aserrín.
Trabajó
de ese modo durante doscientos veinticuatro años... y después, de golpe, el
pilar carcomido se dobló bajo el peso del trono, que se desmoronó con un
terrible fragor[74].
Así que
fue la cresa la que venció a Solimán y la primera en conocer su muerte; ya que
el rey de reyes, precipitándose sobre las losas, no volvió a despertarse nunca
más.
Entonces,
los genios humillados, reconociendo su desprecio, recuperaron su libertad.
Aquí
termina la historia del gran Solimán Ben-Daoud, cuyo relato debe ser acogido
con respeto por los verdaderos creyentes, ya que fue reconstruido y compendiado
por la sagrada mano del profeta, en la treinta y cuatro fatihat (sic)
del Corán, espejo de sabiduría y fuente de verdad[75].
FIN DE LA
HISTORIA DE SOLIMÁN Y DE LA REINA DE LA MAÑANA

A mí me gustaba mucho el cafetín
frecuentado por mis amigos los persas, por lo variopinto de sus parroquianos y
la libertad de expresión que allí reinaba; me recordaba al Café du Surate del
bueno de Bernardin de Saint-Pierre[76]. En efecto, se
encuentra más tolerancia en estas reuniones cosmopolitas de comerciantes de
diversos países de Asia, que en los cafés frecuentados solo por turcos y
árabes. De la historia que nos habían contado se discutía cada sesión entre los
distintos grupos de habituales; ya que, en un café en Oriente, la conversación
jamás es generalista, y, salvo las observaciones del abisinio, que, como
cristiano, parecía abusar un poco del mosto de Noé, nadie puso en duda los
temas principales de toda la narración. En efecto, los hechos relatados son
conformes a las creencias generalizadas en Oriente; tan solo se encuentra un
poco de ese espíritu popular de controversia que distingue a los persas de los
árabes del Yemen. Nuestro narrador pertenecía a la secta de 'Aly, que es por decirlo de
alguna manera, la tradición católica de Oriente, mientras que los turcos,
pertenecientes a la secta de Omar, representarían más bien una especie de
protestantismo que han hecho predominar sometiendo a las poblaciones
meridionales[77].
[1] Salomón, hijo de David.
[2] Adonirám es también conocido
como Hiram, nombre conservado gracias a la tradición de las sociedades
místicas. Adoni , es un termino que
quiere decir maestro o señor, y no hay que confundir a este Hiram con el rey de
Tiro, que por casualidad tenia el mismo nombre. La Biblia distingue a Adoniram,
jefe de treinta mil judíos enviados al Líbano por Salomón para cortar los cedros
necesarios para sus construcciones (I Reyes
V, 14) de Hiram, fundidor y
escultor, enviado a Jerusalén por Hiram, rey de Tiro, para trabajr en la
decoración del Templo (I Reyes VII,
13-51). Es en los textos masónicos en los que Adoniram, ancestro legendario de
los francmasones, es considerado, como en este texto, un arquitecto. Sobre el
sentido y las Fuentes masonas del conjunto de la leyenda, ver G.-H. Luquet, “G.
de Nerval et la Franc-Maconnerie”, en Mercure
de France 324 (mai-aout 1955)
[3] Es la misma visión que tiene
Nerval en un sueño en Aurelia.
[4] Ecclesiastes I, 1.
[5] Como en otras metafísicas, en
la metafísica sufi, la respetada Montaña de Käf ó Qäf tiene un papel destacado:
allí habitan los djins, los genios, y se la supone situada en el Cáucaso,
inaccesible a los humanos, al menos en su condición normal. También se la
conoce por la “Montaña Blanca” situada sobre una “Isla Verde”, montaña en cuya
cúspide moran las aves sagradas. Käf está en el centro y a la vez en el extremo del
mundo, es el límite entre lo visible y lo invisible; un lugar intermedio y
mediador entre el mundo terrestre y el mundo angélico. Lugar donde se
manifiesta el Espíritu y se espiritualizan los cuerpos. Su tierra, dirá Ibn
‘Arabí, “se hizo con lo que quedó de la arcilla con que fue formado Adán”. Es el lugar donde mora
Simurgh, Rey de los Pájaros. Los místicos sufíes inferían de ello que la
montaña en cuestión es la haqiqat del hombre, su verdad profunda. El nombre de
Käf es también el de una letra, cuyo valor numérico es 20 (Qamar bint Sufian – Cartas
XII a XIV - http://www.verdeislam.com/VI_18/cartas_XII_XIV.htm)
[7] Gran poema sobre la
historia de Salomón, del poeta persa Firdausy (933-env. 1020). (GR)
[8] Ver Genesis XXV, 1 a 3: Volvió Abraham a tomar mujer de
nombre Quetura, que le parió a Zamrán, Jocsán, Madán, Medián,
Jesboc y Sué. Jocsán engendró a Saba y a Dadán... Los
detalles genealógicos que siguen, son tomados, una vez más, de la Bibliotheque orientale de Herbelot. (EDL)
[9] Marib, la capital del
reino de Saba Marib, a unos 100 kilómetros de Sanaa, fue la capital del antiguo
Reino de Saba y es uno de los sitios arqueológicos más destacables de Yemen.
Sus límites resultan tan imprecisos como la antigüedad de su historia. En el
siglo VIII a.C., fue edificada la famosa represa de la ciudad, de una altura de
16 metros, que irrigó la llanura que la rodea durante cerca de un milenio.
Actualmente, los inmemorables dominios de la reina de Saba son el hogar de
tribus beduinas (http://www.webislam.com/articulos/25870-yemen.html)
(EDL)
[10] Abraham
[11] La visita de la reina de
Saba al rey Salomón se recoge en la Biblia (I Reyes X y II Crónicas
IX). Pero Nerval recurre a otras fuentes: entre ellas, las azoras 27 y 34
del Corán y a la Bibliothèque orientale de d’Herbelot. La reina de Saba
(o reina del Mediodía) es uno de los personajes de la Mujer salvadora en Aurélia:
ver Mémorables y Fragmentos de una primera versión VI y VII.
[12] Aquí el término sabeos
no se refiere a la secta religiosa de la Historia del califa Hakem (ver
n. 16*), sino a los habitantes del Yemen, cuya capital era, según la tradición,
la ciudad de Saba. (GR)
[13] Ver el Libro de Ruth,
en el que la joven moabita se casa con Booz de Bethléem (o Ephrata),
engendrando así la línea de David, de la que nacerá Jesucristo. (GdN)
[14] Saba o sabbat, - mañana.
(GdN)
[15] El Valle de Cedrón es uno de los parajes más sagrados de Jerusalén por
su situación entre el Monte del Templo y el Monte de los Olivos. (EDL)
[16] Maestros, compañeros,
aprendices: en esa jerarquía, en las palabras clave y en sus signos
secretos, se pueden reconocer elementos masónicos. Nerval parece admitir la
tradición según la cual Hiram-Adoniram, habiendo dividido a sus obreros en tres
clases, está en el origen de la Francmasonería.
[17] Referencia al Cantar
de los cantares VII, 5: Tu cuello, torre de marfil; tus ojos, dos
piscinas de Hesebón, junto a la puerta de Bat-Rabím. Tu nariz, como la torre
del Líbano que mira frente a Damasco. Más adelante también se citan además
de en ese poema, en los libros de los Proverbios y de el Eclesiastés,
igualmente atribuidos a Salomón.
[18] El Cantar de los
cantares.
[19] Se pueden encontrar estos
nombres y hechos en los primeros capítulos de I Reyes 2, 25
[20] La sátira sistemática a
la que se somete a Salomón no es, evidentemente, ni bíblica, ni musulmana. En
la tradición árabe, Solimán, justo al contrario, está dotado de los poderes
sobrenaturales que aquí se atribuyen a Balkis, y es Solimán quien, según el
Corán (azora 27) es ayudado por una abubilla de poderes mágicos. Nerval
convierte a Solimán en un personaje de ópera cómica para realzar mejor la
pareja de Adoniram-Balkis.
[21] Balkis-Isis: fusión de
dos arquetipos de la mujer, según Nerval.
[22] La Sulamita bien puede ser La
Sunamita (con “ene” y no con “ele”), la muchacha más bella de Israel, escogida
para alejar el frío de la muerte en el lecho donde agonizaba el rey David.
Adonías, mediohermano de Salomón, intentó casarse con La Sunamita y hacerla
reina. Fue asesinado y la joven quedó recluida entre los centenares de
concubinas reales. En la imaginación árabe y europea, no obstante, se volvió
indesarraigable la idea de que La Sulamita es la reina de Saba: Belkis,
Nictoris, Makeda. Saba o Sabá bien pudo hacer sido Yemen, pero según Flavio
Josefo (Antigüedades judías), Belkis era la soberana de Egipto y
Etiopía. La reina de Saba y Salomón fundaron, pues, un linaje imperial cuyo
último representante, Safari Makonen, gobernó de 1930 a 1974 con el título de
Haile Selassie (“Padre de la Trinidad”) y es el Mesías de la religión rastafari
(Ver el artículo de José Emilio Pacheco, sobre “El Cantar de los Cantares, en http://www.jornada.unam.mx/2009/02/08/index.php?section=cultura&article=a03n1cul)
[23] Abubilla, ave augural
para los árabes.
Se cuenta que la reina de Saba, profirió una maldición
sobre Salomón y su pueblo, que dice así:
El Rey Salomón se había enamorado de la futura reina de Saba, la princesa Balkis, y después de declararse la pidió en matrimonio, Pero Balkis que no había dejado de observar que la profusión de oro que rodeaba al monarca, no lograba ocultar el envejecido marfil de sus manos, creyó descubrir en esto un síntoma de las pasiones secretas de Salomón. Según la costumbre ella debía de proponer 3 enigmas que el debía resolver para ser aceptada su propuesta, los cuales Salomón respondió con acierto, por lo que Balkis no pudo rechazarle, pero se mostró indiferente, pues supuso que alguien había inspirado sus respuestas. Y era verdad, el Gran Sacerdote de los Sabeos, había sido comprado por Sadoc, el Gran Rabino de los Hebreos. A todo esto, cada vez más entusiasmado, Salomón invitó a Balkis a visitar su Reino. Pero Balkis llevaba sobre su hombro un pájaro mágico llamado Hud-Hud, el cual era muy inteligente y conocedor de todos los secretos de la Tierra, y este habló al oído a la Princesa Balkis, contándole la historia, sobre una cepa de vid que se encontraba al pie del altar del Gran Templo. Entonces Balkis increpó a Salomón: "Para asegurar tu propia gloria, has violado la tumba de tus padres y esta cepa...". Salomón se defendió diciendo: "En su lugar elevaré un altar de Porfirio, y de maderas de olivo, que haré decorar con cuatro serafines de oro..." Pero Balkis volvió a recriminar a Salomón: " Esta viña fue plantada por Noé, tu antepasado. Al arrancarla de cuajo has cometido un acto de rara impiedad, por ello el último príncipe de tu raza será clavado en este madero como un criminal..." La visita por el Reino de Salomón y sus Palacios continuo.... pero la maldición de la viña perduró a través de los siglos.... (Recogido de http://www.infiernitum.com/hermano/saba4.htm)
El Rey Salomón se había enamorado de la futura reina de Saba, la princesa Balkis, y después de declararse la pidió en matrimonio, Pero Balkis que no había dejado de observar que la profusión de oro que rodeaba al monarca, no lograba ocultar el envejecido marfil de sus manos, creyó descubrir en esto un síntoma de las pasiones secretas de Salomón. Según la costumbre ella debía de proponer 3 enigmas que el debía resolver para ser aceptada su propuesta, los cuales Salomón respondió con acierto, por lo que Balkis no pudo rechazarle, pero se mostró indiferente, pues supuso que alguien había inspirado sus respuestas. Y era verdad, el Gran Sacerdote de los Sabeos, había sido comprado por Sadoc, el Gran Rabino de los Hebreos. A todo esto, cada vez más entusiasmado, Salomón invitó a Balkis a visitar su Reino. Pero Balkis llevaba sobre su hombro un pájaro mágico llamado Hud-Hud, el cual era muy inteligente y conocedor de todos los secretos de la Tierra, y este habló al oído a la Princesa Balkis, contándole la historia, sobre una cepa de vid que se encontraba al pie del altar del Gran Templo. Entonces Balkis increpó a Salomón: "Para asegurar tu propia gloria, has violado la tumba de tus padres y esta cepa...". Salomón se defendió diciendo: "En su lugar elevaré un altar de Porfirio, y de maderas de olivo, que haré decorar con cuatro serafines de oro..." Pero Balkis volvió a recriminar a Salomón: " Esta viña fue plantada por Noé, tu antepasado. Al arrancarla de cuajo has cometido un acto de rara impiedad, por ello el último príncipe de tu raza será clavado en este madero como un criminal..." La visita por el Reino de Salomón y sus Palacios continuo.... pero la maldición de la viña perduró a través de los siglos.... (Recogido de http://www.infiernitum.com/hermano/saba4.htm)
[24] Josué VI
[25] Mellar, hijo de Saba (ver
o. 240), dio su nombre a los Árabes, los Hémiarites o Himyaríes, de los que
Balkis es la reina. Ver d’Herbelot, Bibliothèque orientale, artículo
“Hémiar”.
[26] Sobre la descendencia de Caín
y la ciudad subterránea de Hénochia, ver más adelante los capítulos VI y VII y
la nota correspondiente (MJ).
Tubal Caín es el nombre de un personaje de la Biblia y Tubal
(en el idioma asirio es Tabal
y en el idioma griego es Tibarenoi) es el de una tribu del
Asia Menor. Hijo de Lamec,
su función dentro de la genealogía de Caín, junto a su
padre, su madre, su madrastra y sus hermanos, es la simbolización del progreso
y el avance cultural. Tubal-Caín en concreto representa la metalurgia.
El conocimiento de la forma de trabajar el hierro y el cobre se difundió
desde el Asia
Menor para llegar a todo el Oriente
Próximo, con lo que el nombre del personaje Tubal está muy relacionado con
el de la tribu Tubal por sus conocimientos de los metales.
La tribu Tubal es una tribu sudoriental del
Asia Menor que siempre aparece mencionada en conjunto con la tribu de Mesec o Mesej en la
tradición cuneiforme
asiria en los escritos griegos y en la Biblia, que vivieron especificamente en Cilicia. En la
Biblia aparecen mencionados y descritos en el Libro
de Ezequiel y en el Libro
de Isaías para el siglo VII a. C., donde se les considera
buenos guerreros, orfebres y vendedores de esclavos. En el Génesis se
los cuenta entre los hijos de Jafet. Los cimerios los habrían hecho retirarse a la zona montañosa
oriental del Mar
Negro y en momentos dados de su historia fueron aliados de los escitas y de
otras tribus para comerciar, guerrear y defenderse de sus enemigos comunes,
Gén. 10:2, Ez. 27:13, Is. 66:19. (De http://es.wikipedia.org/wiki/Tubal)
[27] La Tau no es sólo un
emblema masónico, sino, en la tradición cabalística, un signo mágico. Ver
también en la Leyenda de Hakem, Argévan lleva sobre la frente “la forma
siniestra de la tau signo de los destinos fatales”.
[28] Adoniram también es
conocido por Hiram, nombre conservado gracias a la tradición de las sociedades
místicas. Adoni únicamente es un término que denota excelencia, y que
significa maestro o señor. No se debe confundir a este Hiram con el rey de
Tiro, que casualmente también se llamaba Hiram.
[29] Tomado de El Corán 27: Azora
de la hormiga.
[30] En los antiguos ritos
masones, Eliael (o Eliel) y Nehmamiah (Vehmamiah parece un
error de trascripción) son la pregunta y respuesta secretas de los “Caballeros
del Águila negra”. (GR)
[31] Baal (semítico cananeo:
ँएऋ [ba’al], «'señor'»)?
era una divinidad de varios pueblos situados en Asia Menor
y su influencia: fenicios (asociado a Melkart), cartagineses, caldeos, babilonios, sidonios y filisteos. Su
significado se aproxima al de "amo" o "señor". Baal era
el “hijo” del dios El.
En la mitología cananea se denominaba así (El) a la deidad principal, se
lo conocía como «padre de todos los dioses», el dios supremo, «el creador», «el
bondadoso». Por lo general, El se representa como un toro, con
o sin alas. A su vez su hijo Baal era representado como un joven
guerrero, pero también como un “toro joven” (becerro).
Durante la época de los hicsos, en Egipto
fue identificado con Seth,
un dios guerrero; también fue asociado a Montu. Pero durante la dinastía
XVIII su culto en Egipto sería denigrado. Era el dios de la lluvia, el
trueno y la fertilidad. En la Biblia Baal (בעל Ba‘al) es llamado uno de los falsos
dioses, al cual los hebreos rindieron culto en algunas ocasiones cuando se
alejaron de su adoración a Yahweh o Jeovah; (ver Idolatría).
Fue adorado por los fenicios junto al dios Dagón (el más
importante de su panteón). http://es.wikipedia.org/wiki/Baal
[33] Tubalcaín es el descendiente
de Caín y de Enoc, hijo de Lamec y, según el Génesis, IV, 22, patrón de los
artesanos del bronce y del hierro. J. Richer, citando a Martinès de Pasqually, Traité
de la réintégration: “Habiéndose retirado Caín, tras su crimen, a la región
del Mediodía con sus dos hermanas, tuvo una descendencia de diez varones y once
hembras y allí construyó la ciudad de Enoc, que excavó en las entrañas de la
tierra, con su primer hijo al que también llamó Enoc. Legó su secreto, tanto el
de la fundición, como el de la forja de metales y la minería, a su hijo
Tubal-Caín, o Tubalcaín. De ahí proviene la tradición de que fue Tubalcaín el
primero que descubrió la forja de metales.”
[34] “Los pueblos de Oriente
creen que esta montaña rodea la tierra como un anillo o cinturón. En el polo
norte se encuentra la morada del preadamita Salomón; en el polo Sur, el secreto
taller de la naturaleza; en Oriente, el imperio de los genios bondadosos, y en
Occidente, el de los genios malvados (...) El resto de las montañas sólo son
bifurcaciones de la montaña-madre que se eleva hasta el cielo” (Von Hammer. Contes inedits des Mille et Une Nuits. 1828,
I, p. 159). Los
antepasados cainitas de Adonirám encontraron refugio bajo esta montaña. Sobre
la montaña de Kaf se puede leer en Aurelia I, 10, otra versión de ese
descenso al corazón de la tierra, al hogar del fuego primigenio.
[35] Sobre la rebelión contra
Dios, fundamental en la obra de Nerval, ver sobre todo Aurelia I; los
sonetos Antéros y Le Christ aux Oliviers; J. Richer, Nerval. Expérience et création. Capítulo IV y M. Jeanneret,
La Letre perdue. 2ª parte, Promete.
[36] Las tradiciones sobre las
que se fundan las diversas escenas de esta leyenda no son exclusivas de los
pueblos de Oriente. La Edad Media europea las ha conocido. Se puede consultar
sobre todo L’Histoire des Préadamites de Lapeyrière, l’Iter
subterraneum de Limius, y una buena cantidad de escritos relativos a la
cábala y a la medicina espagírica. El Oriente siempre está presente ahí. De modo
que no deben extrañar las curiosas hipótesis científicas que puede contener
este relato. La mayor parte de estas leyendas se encuentran también en el
Talmud, en los libros neoplatónicos, en el Corán y en el libro de Enoc,
traducido por el obispo de Caterbury (GdN).
[37] Según Herbelot, Bibliothèque
orientale, Tahmurath, rey legendario de Persia, fue quien venció a los
genios, que encerró en grutas subterráneas.- Sérendib es la isla de Ceilán
adonde, según la tradición Oriental, fue relegado Adán cuando Dios lo expulsó
del paraíso terrenal. (GR)
[38] Los Éloïms son genios
primitivos a los que los egipcios denominaban dioses amonianos. En el
sistema de las tradiciones persas, Adonay o Jehová (el dios de los hebreos) no
era más que uno de los Éloïms. (GR).
Caín,
hijo de Eblís, rechaza de ese modo ser fruto de la creación imperfecta de
Adonai, adhiriéndose en cambio a la raza preadamita de los Éloïm (los dioses),
por lo que el dios de la Biblia no sería más que una manifestación más de esos
dioses. Nerval cita con frecuencia el mito, de origen musulmán, de las
dinastías preadamitas: ver sobre todo Aurelia I, 7-8 y el capítulo La
légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade).
A
propósito de las razas preadamitas, Nerval explica: “La tierra, antes de
pertenecer al hombre, había estado habitada durante setenta mil años por cuatro
grandes razas creadas al principio, según el Corán, “con una materia excelente,
sutil y luminosa”: se trataba de los Dives, los Djinns, los Afrites y los
Péris, que en su origen pertenecían a los cuatro elementos; al igual que las
ondinas, los gnomos, sílfides y salamandras de las leyendas del Norte”
(capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage
en Orient (Pléiade). Para las fuentes, ver J. Richer, Nerval et les
doctrines ésotériques.
[39] Conforme a la tradición
musulmana, Eva dio a luz de dos veces a dos gemelos: Caín y Aclimia, Abel y
Lebuda. Adán quiso casar a cada hermano con la gemela del otro. Su elección no
le gustó a Caín, porque Aclima era más hermosa que Lebuda. Ver Herbelot, Bibliothèque
orientale, article “Cabil”. (GR)
[40] Los nombres que siguen,
corresponden a la descendencia de Caín, según el Génesis, IV: Conoció
Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquel a edificar una
ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo. A Enoc le nació Irad, e Irad
engendró a Maviael; Maviael a Matusael, y Matusael a Lamec. Lamec tomó dos
mujeres, una de nombre Ada, otra de nombre Sela. Ada parió a Jabel, que fue el
padre de los que habitan tiendas y pastorean. El nombre de su hermano fue
Jubal, el padre de cuantos tocan la cítara y la flauta. También Sela tuvo un
hijo, Tubalcaín, forjador de instrumentos cortantes de bronce y de hierro.
Hermana de Tubalcaín fue Noema...”
[41] Parazonium.-
Tipo de daga corta que llevaban los soldados griegos y romanos (Émile
Littré: Dictionnaire de la langue française (1872-77)
[42] La T además de
ser un emblema masónico; es también en la tradición de La Cábala, un signo
mágico. En la leyenda de Hakem; Argévan lleva sobre la frente “la forma
siniestra del Tau, señal de los destinos fatales”.
[43] Kinnor, es el nombre
en idioma hebreo de un antiguo instrumento de cuerda traducido por arpa. Se
trata de una lira hebrea portátil de 5 a 9 cuerdas, similar a las que también
encontramos en Asiria. Era el instrumento predilecto para acompañar el canto en
el templo en la época de los reyes. (http://es.wikipedia.org/wiki/Kinnor)
[44] Según una tradición del
Talmud, ésta sería la esposa de Noé que habría mezclado la raza de los genios
con la de los hombres, cediendo a la seducción de un espíritu enviado por los
Dives. Ver el Le Comte de Gabalis, del abad de Villars.
Le Comte de Gabalis, ou Entretiens sur les sciences
secrètes (1670), que trata, entre
otras cosas, de las relaciones entre los hombres y los espíritus elementales.
[45] A pesar de esta ironía,
el descenso a los infiernos (en general sinónimo de iniciación) y en
consecuencia la figura de Orfeo, son para Nerval paradigmas esenciales. Así, en
Les Nuits d’Octobre y en Aurélia Nerval dice: “yo comparo esta
serie de pruebas que he atravesado con lo que para los antiguos representaba la
idea de un descenso a los infiernos” (Mémorables).
[46] El monte Tabor se
encuentra en Galilea. También conocido como Monte de la Transfiguración
porque la tradición cristiana cree que es el sitio de la llamada Transfiguración
de Jesús, descrita en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.
[47] El monte Moria es en
realidad una colina de Jerusalén en la que fue erigido el templo de Salomón.
[48] Génesis, X (6,7 y 8): “Hijos
de Cam fueron: Cus, Misraím, Out y Canaam. Hijos de Cus: Saba, Evila, Sabta,
Rama y Sabteca. Hijos de Rama: Saba y Dadán. Cus engendró a Nemrod, que fue
quien comenzó a dominar sobre la tierra, pues era un robusto cazador...”
[49] El efod o ephod
son unas vestiduras sacerdotales judías mencionadas en el Antiguo Testamento:
en el capítulo 28 del Éxodo manda Dios a Moisés que hagan las vestiduras del
Sumo Sacerdote y de los otros inferiores y dice que "El efod lo harán de
oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino reforzado, todo
esto trabajado artísticamente. Llevará aplicadas dos hombreras, y así quedará
unido por sus dos extremos. El cinturón para ajustarlo formará una sola pieza
con él y estará confeccionado de la misma forma: será de oro, de púrpura
violeta y escarlata, de carmesí y de lino fino reforzado. Después tomarás dos
piedras de lapislázuli y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel
-seis en una piedra y seis en la otra – por orden de nacimiento. Para grabar
las dos piedras con los nombres de los hijos de Israel, te valdrás de artistas
apropiados, que lo harán de la misma manera que se graban los sellos. Luego las
harás engarzar en oro, y las colocarás sobre las hombreras del efod. Esas
piedras serán un memorial en favor de los israelitas. Así Aarón llevará esos
nombres sobre sus hombros hasta la presencia del Señor, para mantener vivo su
recuerdo."
[50] Descripción conforme a Éxodo XXVIII,
(GR)
[51] Acerca de las dos
columnas de bronce colocadas en el pórtico del templo, Jakin y Booz, ver Reyes-1,
VII, 15-22. Son las mismas columnas que aparecen en los emblemas masónicos.
En el capítulo XII, más adelante, también se habla de su importancia en el
ritual del templo.
[52]
Ptolomeo (Geografía VII) habla de la “región
Cassanite”, al norte del Yemen. (GR). También en “Ensayo de geografía histórica antigua” (pg. 53), de José
María Anchoriz (Madrid, 1853)
[53] En Oriente, todavía hoy,
las mujeres judías casadas están obligadas a sustituir por plumas su cabello,
que debe permanecer cortado a la altura de las orejas y oculto bajo su tocado
(MJ).
[54] El Mar Muerto, llamado en
la Biblia “Mar de Sal”. (GR)
[55] Según la tradición
musulmana, Balkis tuvo realmente un hijo de Salomón, origen de la dinastía de
los reyes abisinios; que residen en Gondar.
[56] Ptolomeo (Geografía VII)
GR.
[57] El último rey de Abisinia,
Hayle Selassie I (23 Julio 1892 – 27 Agosto 1975),
se decía que era descendiente de la reina de Saba. Era soberano y Papa al mismo
tiempo, y siempre se le ha conocido como el “Padre Juan”. Sus súbditos, aún hoy
en día, se llaman a sí mismos “Cristianos de San Juan”
[58] La muerte de Adonirám y la
búsqueda de su cuerpo, tal y como Nerval las describe a partir de aquí, son el
eje central del ritual masónico para la iniciación.
[59] Jerusalén (Solime) Jerusalén
ha sido llamada con diversos nombres. Primero se llamó Jébus, después Salem,
y ambas palabras reunidas formaron el nombre de Jerusalén. También fue conocida
como Solyme, Yerusalayim, Luz y Béthel (”Histoires des Croisades”, de Jacques
de Vitry)
Para el origen de Béthel - en
hebreo בֵּית־אֵל-, ver http://fr.wikipedia.org/wiki/B%C3%A9thel
.
[60] El
nombre de estas columnas deriva de dos personajes bíblicos. El primero, Jakín,
desciende por línea directa del patriarca Jacob (Génesis 46, 10), mientras que Boaz (o Booz)
aparece como unos de los ancestros del rey David (Rut 4, 21)
http://hermetismoymasoneria.com/s13frar1.htm.
[61] Para el término Schibboleth:
ver Jueces XII, 6; Para Giblím: ver I Reyes, V, 32. Estas
palabras clave son mencionadas y se explican en diferentes manuales de
francmasonería. Todo este capítulo XII, con el relato de la muerte del maestro
y más adelante del descubrimiento de su cadáver, sigue de cerca la tradición
masónica y confirma que, en el espíritu de Nerval, la historia de Adonirám
debía, al igual que en la Flauta mágica, llevarnos hasta el ritual de
los francmasones.
[62] Hay una visión
equivalente a ésta, -la desaparición de una figura desmesuradamente grande- en Aurelia
I, 2 y 6.
[63] Es el mismo tema de Le
Christ aux Oliviers (Les Chimères).
[64] Génesis, IV, 15 y
24.
[65] Moloch o Moloch
Baal o Baal fue un dios de los fenicios, cartagineses y cananeos.
Era considerado el símbolo del fuego purificante, que a su vez simbolizaba el
alma. Se le identifica con Cronos y Saturno (http://es.wikipedia.org/wiki/Moloch)
[66] El Libro de Enoc
(o Libro de Henoc, abreviado 1 Enoc) es un libro intertestamentario, que
forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope pero no es
aceptado como canónico por las demás iglesias cristianas, a pesar de haber sido
encontrado en algunos de los códices de la Septuaginta (Códice Vaticano y
Papiros Chester Beatty). Los Beta Israel (judíos etíopes) lo incluyen en la
Tanaj, a diferencia de los demás judíos actuales, que lo excluyen (http://es.wikipedia.org/wiki/Libro_de_Enoc)
[68] Geth: una de las
ciudades principales de los filisteos, hogar de la resistencia al pueblo de
Israel.- Todos estos nombres son atestiguados en la tradición masónica.
[69] Se
dice que el verdadero nombre de Abiram era Hoben, y que los otros son Oterfut o
Hutterfut y Sterkin. La cuestión de los nombres de los Asesinos es muy
compleja; pero los Rituales antiguos afirman que estos cambios en los nombres
eran voluntarios, que los Iniciados modificaban el nombre que le daban a los
Asesinos de acuerdo con su intención simbólica. Recordemos que en la Masonería
simbólica los Asesinos se denominan Jubelás, Jubelós y Jubelón. Algunos dicen “Jubella Gibbs, Jubello Gravelot y Jubellum Romvel.
Extraido de: http://es.scribd.com/doc/24353389/Grado-10-Elegido-de-Los-Quince : “Los verdaderos nombres de los Asesinos” (EDL)
Y para Abiram o Abi-Ramah, ver el
“Diccionario Enciclopédico de la Masonería”, de Lorenzo Frau Abrines (http://ufdc.ufl.edu/UF00083845/00001/20j)
(EDL)
[70] Nota del traductor: se ha
respetado la transcripción de Nerval para los nombres de Solimán (Salomón) y de
Daoud (David), y otros muchos personajes de la antigüedad; aunque para otros nombres
bíblicos, en ocasiones, he preferido adoptar la transcripción que aparece en la
“Sagrada Biblia”, de Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga, por tratarse de una
traducción directa de las lenguas originales. No obstante, para las menciones a
capítulos del Antiguo Textamento, se ha consultado también en la TORAH el texto
hebreo de los mismos (EDL)
[71] En esta ocasión Nerval
escribe “Salomón” en lugar de “Solimán” (EDL)
[72] En el Corán, en la azora
34, Sabâ, se da una versión de la muerte de Salomón casi idéntica a la
del texto de Nerval. (GR)
[73] Según el Diccionario de la
Real Academia Española: cresa (de queresa, y este quizá der.
del lat. caries).
a) f. Conjunto de huevos puestos por la
abeja reina. b) f. Larva de ciertos dípteros, que se
alimenta principalmente de materias orgánicas en descomposición. c)
f. Conjunto de huevos amontonados que ponen las moscas
sobre las carnes.
[74] Nota de NERVAL: Según los
Orientales, las potencias de la naturaleza no pueden actuar más que en virtud
de un pacto generalmente consentido. Es el acuerdo de todos los seres el que le
da el poder al mismo Allah. Se aprecia aquí la relación que hay entre la cresa
triunfadora ante las ambiciosas combinaciones de Salomón, y la leyenda de los
Edda (con este nombre se conocen dos recopilaciones literarias islandesas
medievales que forman el corpus más importante sobre la mitología nórdica)
acerca de Balder. Odín y Freya también habían conjurado a todos los seres, a
fin de que respetasen la vida de Balder, su hijo; pero olvidaron al muérdago
del roble, y esa humilde planta fue la causa de la muerte del hijo de los
dioses. Por eso el muérdago era sagrado en la religión druídica, posterior a la
de los escandinavos.
[75] Los capítulos del Corán
se llaman suras o azoras. Al-Fatiha (La Apertura) designa sólo a la
primera de las azoras. La azora 34, Sabâ, describe la muerte de Salomón (GR),
con una versión parecida a la del relato de Nerval.
[76] Le Café du Surate,
cuento filosófico de Bernardin de Saint-Pierre acerca de la tolerancia
religiosa. (GR)
[77] Los shi’íes, sólo
reconocen como únicos califas legítimos a ‘Aly, esposo de Fátima (hija del
Profeta Mahoma) y a sus descendientes, y
excluyen a otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes, o
musulmanes ortodoxos. (Sobre Shi’a y Sunna, se puede consultar, por ejemplo: http://www3.giz.de/E+Z/zeitschr/ds202-6.htm
)
Como comentaba en el Archivo de la Frontera, estamos ante texto largo para leerlo y releerlo despacio. En una primera impresión nos econtramos ante una esmerada traducción del texto original, lleno de esa sensualidad exuberante tan típica de los relatos orientales antiguos, al estilo de Las mil y una noches, que contribuyen a ello poderosamente esos cortes o pausas en la narración para pasar del cuento al presente del narrador, como hacía Scheherezade cada vez que despuntaba el alba.
ResponderEliminarSaludos.