8 – El arrepentimiento de Otmân
Y el ráwy prosiguió con su relato…
Sabed, nobles señores, que Baïbars quería sobre todo amedrentar a
Otmân e intimidarle; por eso medía y moderaba sus golpes, y no le hacía apenas
daño. Así que entonces, se armó de su lett de Damasco, pegó un fuerte
grito, y con un gesto terrible, amagó con pegarle.
- ¡Piedad, soldao! –gritó
Otmân-. ¡Concédeme la gracia, iré contigo, pero no me sacudas con esa albondiguilla!
¡que Dios maldiga al que la ha fabricao! ¡Por el Secreto e La Dama, si no la
llevaras contigo, no te seguiría, así me sacaras un ojo! ¡Que Dios maldiga a tu
país!
- Anda, camina y no discutas
tanto –dijo Baïbars.
Otmân se puso en marcha con los pies arrastras. Al cabo
de unos pasos se detuvo.
- Veamos, osta Otmân ¿y
ahora, por qué te paras?
- Escucha soldao, ¿de veras
quieres hacerme entrar en El Cairo amarrao como un pollo? ¿El Buen Dios pué
permitir algo así? Aquí onde me ves, la gente el Cairo me conoce bien, saben
que yo soy el jefe de tos los truhanes. Si tú fueras justo, me liberarías y yo
iría contigo.
- ¡Sí, pero si te suelto, tú te
pondrías a salvo! Y yo acabaría cansándome de correr detrás de ti, porque como
extranjero, no conozco bien las calles del Cairo; y además, ¡nadie querría
decirme dónde vives! ¡Y ya me ha costado bastante encontrarte!
- Pues, supongamos que yo m’escapo
¿y qué? ¡Tú no has pagao na por mi persona, ni una pieza de oro, ni un
miserable cobre!
- ¡De una vez por todas, te he
dicho que no puedes elegir: vas a venir conmigo y a trabajar para mí! ¡Nadie
más que tú puede hacerlo! Si quieres que te quite las ligaduras, jura por Dios
que no te escaparás y que vendrás conmigo por las buenas.
- Sin problema –dijo Otmân-.
¡Juro por el Nombre el Supremo Haceor que iré contigo y que no m’escaparé!
- ¡Mientes! –replicó Baïbars-.
Sólo te creeré si juras por la Dama, la Protectora del Cairo, que no te
escaparás; sólo entonces te libraré de las ataduras.
- ¡Qué desgracia! –gritó
Otmân-. ¿Quién te ha contao lo de ese juramento, soldao?
- La que me lo ha dicho es la
que está más cerca de ti; tu madre, Maryam, la Gorda.
Ante esas palabras, Otmân se encolerizó terriblemente.
- Y tú, basura, ¿cómo has
llegao a casa mi madre? ¿Es que quieres deshonrarme, ojete mierda?
- ¡A ver, para un poco con tus insultos!
¿Qué le he hecho yo a tu honor?
- ¡A mi madre no la toca nadie!
Pero, anda, cuéntame un poco quién te ha dicho aónde estaba nuestra casa.
- ¡Escucha! ¡“Cabeza sin
astucia, primera en ser cortada”! Usé un truco para que me indicaran tu casa, y
tu madre me recibió. Para probártelo te diré que vosotros vivís en El-Maghâra,
cerca de la Gran Tumba; en vuestra casa hay un esclavo negro que se llama Farag
y, al lado de la puerta, una gran piedra.
Baïbars le describió también las peculiaridades de la
casa y con detalle todos los lugares; todo cuadraba. Otmân se quedó
boquiabierto.
- Bueno –dijo Otmân-, y ahora,
amigo, dime ¿qué’s lo que quiés de mí?
- Quiero que vengas conmigo, y
que me jures por La Dama que no huirás. Te llevaré al Cairo, tú te vas a
arrepentir de todo lo que provoca la cólera de Dios -¡Exaltado sea!- y entrarás
a mi servicio.
- Po’el Secreto la Dama, iré
sin fugarme hasta’l mausoleo La Dama Umm Qâsem.
Baïbars no entendió muy bien lo que había jurado, pues Otmân
hablaba comiéndose la mitad de las palabras; así que creyó que había prestado
el juramento que le había pedido. De modo que le libró de las ataduras y Otmân
echó a andar como cordero delante del matarife. Llegaron al Cairo y caminaron
hasta una callejuela que se dividía en otras dos; una de ellas llevaba hasta el
mausoleo de La Dama, y la otra, a la Husseiniyeh que daba al palacio de Naŷm
El-Dîn El-Bunduqdârî. Baîbars conocía el camino de la Husseiniyeh, pero no el
que llevaba hasta el santuario de La Dama; así que quiso tomar el de la
Husseiniyeh.
- No, soldao, ¡ven pa este otro
lao, p’aquí se llega antes a la casa del Abu Bunduq[1]!
–le dijo Otmân, indicándole la calleja que conducía hasta el santuario de La
Dama.
- Es posible –se dijo Baïbars
para sus adentros- que ese sea el camino más corto. Otmân es de aquí y se
conoce todas las calles al dedillo.
De modo que siguió andando, sin saber que a Otmân le
venía rondando una idea por la cabeza. Como dice el proverbio: “Si el camello
tiene una idea; otra tiene el camellero”.
Y el ráwy continuó así…
Poco después llegaron al Santuario de La Dama -¡que Dios
santifique su noble Secreto!-. Se dice, que aún hoy en día, ese santuario es
célebre. Un edificio de altas proporciones, sólidamente construido; mezquita y
lugar de peregrinaje que devuelve la alegría a los corazones afligidos. Unas
lámparas brillan sobre él, señal y guía para el peregrino. El Santuario tiene
unas ventanas que dan a la calle, y que están protegidas por unas rejas de
cobre dorado. Cuando Otmân llegó a la altura de las ventanas, dio un brinco más
rápido que el relámpago y se enganchó a una de las rejas gritando:
¡Oh Dama Bienamada, Protectora del Cairo
imploro tu socorro, escucha mi plegaria
me arrodillo ante ti, no me rechaces
líbrame del mal, aleja a este soldao.
Y prosiguió el ráwy…
Cuando el emir Baïbars vio a Otmân, que aferrado a la
reja de la ventana pedía socorro a Dios, y se colocaba bajo la protección de La
Dama Zeynab, Protectora del Cairo, exclamó:
- Pero vamos a ver, Otmân, ¿no me
habías prometido que vendrías conmigo? ¿En qué ha quedado tu juramento? ¿Dónde
está la promesa que me habías hecho? ¡Dios te castigará! ¿Por qué me tienes
miedo? ¡Rechaza la tentación del diablo y ven conmigo!, ¡ya me has hecho perder
bastante tiempo!
- ¡Eh, soldao! -replicó Otmân-,
¡lárgate a arreglar tus asuntos, y que Dios te ayude con ellos! Yo te había
dicho que vendría contigo hasta el santuario La Dama; ¡pues bien el santuario
La Dama es aquí! Y como se suele decir: "¡El protegío por gente honorable
no teme a la desgracia!".
- ¡Me has engañado, pero no te
vas a salvar de ésta, te voy a llevar a la fuerza!
Baïbars avanzó para arrancar a Otmân de la reja de la
ventana, pero éste, al verle llegar, se aferró aún más y comenzó a gritar:
- ¡Piedad, oh, Dama, me pongo
bajo tu protección! ¡Sálvame!
Luego cayó en trance, golpeándose la cabeza contra los
hierros de la reja, con la boca llena de espumarajos, como la de un camello a
la carrera. El guardián del mausoleo, que había presenciado toda la escena,
corrió hacia Baïbars mientras le hacía una serie de reproches:
- Soldado -le dijo-, deja tranquilo a Otmân, y ve a ocuparte de
tus asuntos. Mientras esté aquí, no se moverá, ni aunque el rey El-Sâleh Ayyûb
en persona viniera a reclamarle. Ya basta, déjale. El Señor sabe bien lo que
hace. Tú no debes molestarle ni hacerle daño.
- ¡No era esa mi intención,
hermano, te lo juro por este santuario! ¡Sólo busco su bien! ¡Quisiera tomarle
a mi servicio. Le he cogido cariño y me gustaría hacer que se arrepintiera de
sus faltas!
- Soldado, ¿acaso no sabes lo
que el Señor ha dicho?: "No eres tú el que guía a los que amas, es Dios el
que guía a quien Él decide". Así que déjale en paz, Dios viene en ayuda de
los desgraciados.
Y el râwy continuó de este modo...
Mientras Baïbars andaba discutiendo con el guardián del
mausoleo, la crisis de Otmân comenzó a remitir; al cabo de unos instantes, cayó
al suelo. El guardián corrió hacia él y lo levantó, lo colocó sobre sus hombros
y lo hizo entrar en el santuario; le tumbó sobre una alfombra y le cubrió con
una manta. Baïbars le siguió y se sentó a la cabecera del lecho; se puso a
recitar el Corán y a pedir la intercesión del Príncipe de los hijos de Adnân, y
a rogar porque Otmân fuera conducido por la buena senda. Imploró el socorro de
Dios con estos versos:
Por el honor del Profeta elegido de la Arabia,
por los Profetas, orgullo de la creación,
y por el honor de los Santos y también de los Justos
y de los hombres de fe de nuestra religión,
acéptanos, oh Dios mío, y mantennos en el buen camino,
para que todos marchemos en la fe.
Haz que no te suplique en vano, Señor,
guía
hacia Ti a Otmân y a todos los pecadores.
Y siguió así el râwy...
No había terminado aún su plegaria Baïbars, cuando Otmân
volvió en sí y exclamó con un fuerte vozarrón, algo que jamás sonroja al que lo
pronuncia:
- ¡No hay más Dios que Dios, y
nuestro Señor Muhammad es Su Profeta; que la plegaria y la bendición de Dios
sean sobre él. Que mi alma sea tu rescate y que Dios te acoja en su seno, señor
Abu Bakr, y a ti también, Omar el Rojo, y a ti, Uzmân, y a ti, Alî “Abu Haydar”[2]!
Luego volvió la cabeza a izquierda y derecha, y vio al
emir Baïbars sentado a su lado.
- ¡Soldao, soldao -dijo Otmân-,
por el Profeta, que yo te serviré! ¡Por el Secreto La Dama, la muerte es algo
terrible, amigo!
- ¿Pero qué te ha pasado,
hermano, dime? Al principio no querías ni acercarte a mí, ¡y ahora me dices que
vas a servirme! Si tus palabras son falsas o engañosas, eso sería algo muy
grave; pero si eres sincero, entonces Dios vendrá en ayuda de los sinceros.
- ¡Por el Profeta y el Secreto
la Dama, te estoy diciendo la verdad, porque he visto con mis propios ojos la
prueba certera, gracias a la Purísima Dama, Umm Qâsem; pues la he visto en
sueños, mientras dormía; ella me ha regañao por to lo que había hecho y me ha
dicho: "Ponte al servicio el soldado, y arrepiéntete de tus pecaos. Vuelve
pronto al recto camino de Dios, y obtendrás la recompensa más alta." Luego
me amenazó con una lanza, con la que quería ensartarme, y no me ha dejao en paz
hasta que yo he dicho: "M’arrepiento". Y luego, soldao, ella me ha
hablao de ti; me ha contao que tú serás rey de Egipto y de Siria y que llegarás
a ser el "gran jefe", en el lugar del Sâleh Ayyûb.
- Y ahora -dijo Baïbars-, ¿te
vas a arrepentir y a lavar tus pecados?
- Oh, sí, me arrepentiré, pero
con una condición. De entrada, te hermanarás conmigo ante la Dama, y luego,
cuando seas un "jefazo", no te harás el importante conmigo, y entre
nosotros nos hablaremos en confianza y sin protocolos. No tendrás secretos pa
mí, y no irás a ninguna parte sin decirme aónde; me darás de comer lo mismo que
tú comas y me pasarás tantas orondas amarillas[3]
como yo quiera.
- Acepto tus condiciones -dijo
Baïbars-, pero yo también tengo las mías.
- ¿Y cuáles son esas
condiciones, amigo?
- Tú me servirás correctamente
y te arrepentirás de tus faltas; luego, ayunarás durante el mes de Ramadán,
harás tus plegarias, no beberás vino, no fornicarás, no matarás a los que Dios
ha prohibido que se mate, no robarás, pues el oficio de ladrón es una infamia y
lleva a la perdición a quienes lo ejercen.
- ¿To eso? Pero ¿de veras hace
falta que deje to eso?
- Desde luego, lo habrás de
dejar todo, pues, como se suele decir: "Conservar la virtud es más difícil
que sostener con la mano un carbón ardiendo" Ahora ven, que voy a
enseñarte lo que hay que hacer, para que prestes juramento de cumplir la
penitencia y yo te pueda adoptar como hermano ante la Dama.
Otmân se levantó y se puso al lado de Baïbars, y de ese
modo se hermanaron ante el mausoleo de la Dama, convirtiéndose en hermanos ante
Dios -¡exaltado sea!
Y prosiguió el râwy de este modo...
Otmân tenía una especie de caftán con botones de plata...
- Voy a enseñarte un truco con
los botones de tu caftán para que te puedas acordar de tu acto de
arrepentimiento -dijo Baïbars.
- Mu bien, maestro, ¡que Dios
te ilumine!
Entonces Baïbars, abrochando el primer botón, dijo:
- Esto significa que renuncias
a la bebida.
Abrochó el segundo y dijo:
- Ésta es la señal de que tú
renuncias a fornicar.
Abrochó un tercero y dijo:
- Y éste, que renuncias a
robar.
Abotonó un cuarto diciendo:
- Y este otro, que renuncias a
matar.
- ¡Eh, basta ya! -exclamó
Otmân-. Escucha soldao, pongamos por caso que alguien me haga una mala jugá,
¿¡es que tengo que pasarlo por alto?! ¡Por el Profeta, que le pienso partir el
cuello, sí!
- ¡Eso está prohibido!
Bueno -dijo Otmân-, entonces sólo le haré unas pocas cosquillas.
Baïbars, ante ese comentario estalló de risa, y luego
dijo:
- Está bien, ahora ven, que te
voy a enseñar cómo purificarte de la suciedad; cómo tienes que hacer las
abluciones y las plegarias, además de todas las obligaciones rituales, como el
peregrinaje, la limosna obligatoria, y el ayuno durante el Bendito Mes de
Ramadán.
Y Baïbars se puso a explicarle todo eso.
- D’acuerdo, soldao -dijo
Otmân-, pero dime, en el fondo ¿qué son las balbuciones y las pringarias[4]?
- Ven conmigo, voy a
mostrártelo.
Baïbars le llevó a los excusados, le hizo entrar en uno
de ellos, y le enseñó cómo hacer sus necesidades y limpiarse adecuadamente.
Entonces, Otmân entró él solo, y al cabo de una media hora, aún no había
salido. Baïbars se impacientó, echó una ojeada por una rendija de la puerta, y
vio que Otmân, con la espalda apoyada en la pared, se sujetaba con ambas manos
la cinturilla de sus calzones.
- ¡Venga, Otmân! ¡Échalo ya y
haz lo que tienes que hacer!
- Pero bueno, ¿es que quieres
que lo haga a la fuerza?
- Está bien; si ya has aliviado
suficiente, purifícate con el agua de la jarra.
- Ah, eso... ¿y cómo quieres
que me putrifique?
- Mira, coge la jarra con la
mano derecha, vierte el agua sobre la izquierda, y frótate bien con el dedo del
medio, y así vuelves a hacerlo varias veces hasta que hayas retirado los restos
y notes una cierta resistencia, cuando el ano haga como una especie de chupón,
entonces estarás limpio y purificado.
- ¡Pero qué es to eso! ¡Una mariconá
de nenas acicalándose pa follar! ¡No, soldao, yo eso no lo voy a hacer!
- Ya lo veremos -dijo Baïbars,
blandiendo el lett.
- ¡Ey, no tan aprisa, no me
sacudas! -¡que la peste se lleve al que hizo esa albondiguilla[5]!
Entonces comenzó a purificarse como Baïbars le había
enseñado.
- Pero ¡qué te pasa, osta
Otmân! -murmuraba Otmân para sus adentros-. ¡T’estás lavando el culo como un
morbosete!
Y no veía el momento de rematar, aunque Baïbars le
gritaba:
- ¡Venga, sal de ahí y déjate
de tonterías, que con eso vas a perder tu dignidad!
Otmân se había purificado lo mejor que supo, y salió
exclamando:
- ¡Ah, soldao, me he quedao tan
agusto! ¡y ahora me siento más aliviao!
- Por supuesto, como no podría
ser de otro modo: el hombre sólo encuentra la salud con la purificación. Sabe,
hermano mío, que la mayoría de los tormentos que acaecen en la tumba vienen por
una falta de purificación; es decir, que la plegaria no es válida si no va
precedida de limpieza y pureza.
Le tomó de la mano y se lo llevó a la pileta:
- Ven a hacer las abluciones
-le dijo.
- ¿Y cómo tengo qu’hacer las
balbuciones esas, soldao?
- Mira, te voy a enseñar cómo.
Yo voy a hacerlo delante de ti, y tú solo tendrás que imitar todo lo que yo
haga.
Baïbars se puso de inmediato a hacer las abluciones,
mientras Otmân le observaba con la boca abierta. Cuando hubo acabado, se
enderezó y vió que Otmân no se había movido.
- Hermano, ¿por qué no has
hecho las abluciones? -le preguntó.
- Mis balbuciones las haré yo
solo, ¡déjame en paz!
- No, estas cosas hay que
hacerlas según las reglas.
Entonces le enseñó a hacer sus abluciones como es debido,
aunque al final se purificó conforme al rito Shafiʿí. Hecho
esto, Baïbars le hizo entrar en la sala de oraciones.
- Haz tu plegaria -le dijo.
- Yo no sé, soldao; no he rezao
en toa mi vida. Reza tú delante mí, que yo te vea, y luego yo haré lo mismo que
tú hagas.
- Tienes razón -dijo Baïbars.
Y sin esperar más, se volvió hacia el mihrâb[6],
pronunció la jaculatoria primera "Dios es Grande", recitó la Fâtiha[7]
y algunos versículos del Corán, se inclinó y se posternó.
- ¡Eh! -protestó Otmân-, ¡esa
plegaria no me dice na!
Baïbars pronunció la fórmula final: "Que la paz sea
con vosotros", y dijo a Otmân:
- Venga, haz la plegaria como
yo la he hecho delante de ti.
- ¡Eh, por el Profeta! ¡Eso yo
no lo pienso hacer aunque me quiebres tos los güesos! ¡No pienso levantar el
culo en pompa como un mariconcete! ¡No me pués obligar a hacer algo así,
soldao, ahora yo soy tu hermano!
- ¡Traidor! -le soltó Baïbars-
¡Tú eres mi hermano! Venga, a rezar, no tienes nada que temer. No se puede
dejar de hacer la plegaria; es un pilar de la religión y un deber obligatorio
para todo musulmán.
Cogió del brazo a Otmân con brusquedad, le hizo ponerse
de pie, y dijo:
- Tengo la intención de rogar a
Dios, ¡Exaltado sea! Di: ¡Dios es grande!
En resumen, Otmân se quedó de pie durante una media hora
larga, sin inclinarse ni posternarse. Baïbars se le acercó, le hizo doblar la
espalda a la fuerza, y le mantuvo en esa posición unos minutos. Luego le hizo
levantarse, esperó un poco, y le obligó a tocar el suelo con la cabeza al
posternarse de nuevo. En ese momento, Otmän se llevó la mano al culo, para
hacerle comprender:
- ¡Que a nadie se le ocurra
darme por ahí!
Baïbars estalló en carcajadas, a tal punto que acabó por
el suelo muerto de risa. Otmân, mejor que peor, consiguió hacer una plegaria de
dos genuflexiones.
- ¡Por el Profeta! ¡Mi mirada s’ha
vuelto limpia, mis problemas se han disipao, mi corazón está en paz, y mi
lengua, vivaraz!
- ¡Pues claro! –respondió
Baïbars-. La oración nos libra de congojas y alegra los corazones. Ahora, haz
tu invocación, Otmân, y pide al Señor lo que te parezca bueno, suplícale que
conceda Sus bienaventuranzas a nuestros hermanos, los musulmanes, y que
extienda su misericordia sobre los creyentes que nos han precedido y que ya no
están entre nosotros.
- Eso no lo se hacer yo. Hazlo
tú mismo, y yo diré amén.
Baïbars alzó sus manos hacia Dios y dijo en voz alta:
- ¡Oh Tú, el Protector de los
Justos!
- Amén, amén, soldao –concluyó
Otmân.
- ¡Haz la vida más fácil a los
que se encuentran en la pobreza y en la desgracia; sana a los musulmanes
enfermos; dales de qué vivir a los pobres y necesitados; ten misericordia con
los musulmanes difuntos, oh Señor de los Mundos!
- ¿Y ya está to, soldao? ¡Pues
entonces yo no pienso decir “amén”!
-¿Y eso por qué, hermano?
- ¡Cómo que por qué! ¡Tú te
pones a pedirle a Dios que mire por toa la gente que no conocemos de na, y en
cambio no pides na por mi padre, el Haŷ Afîf; ni por mi abuelo, el Haŷŷ Abd
El-Latîf; ni por mi hermana, Umm El-Tableh; ni por mi tía paterna, Bint Aqb
El-Daraj; ni por nuestro esclavo negro, Farag!
El ráwy siguió así su relato…
Después de oírle esto a Otmân, Baîbars se dio cuenta de
lo simple que era, y le dio tal ataque de risa que casi pierde el conocimiento.
- ¡Serás chiflado! –exclamó
cuando recuperó el aliento-; ¡Yo he invocado a Dios en beneficio de todo el
mundo, así que tus parientes van en el
lote, y la invocación también vale para ellos!
- Bien, bien; yo no sabía to
eso; no me lo tengas en cuenta, y como me has prometío: no nos andemos con
tantas maneras entre nosotros.
- No pasa nada –respondió
Baïbars-, no tiene importancia. Ahora, ven, volvamos a casa. No querría que el
visir Naŷm El-Dîn El-Bunduqdârî estuviera preocupado por mi culpa.
- ¡Ah, sí, Abu Bunduq, un buen
tipo! ¡Venga, soldao, vamos allá!
Otmân tomó la delantera, seguido de Baïbars, y salieron
del santuario de la Dama. Baïbars estaba feliz por el arrepentimiento de Otmân,
y el éxito de su empresa.
FIN
Próximo
episodio…
9 –
El celo de “Flor de Truhanes”
[1] Otmân
cada vez que se refiere a Naŷm El-Dîn El-Bunduqdârî, lo llama “Abu Bunduq”, un
juego de palabras que viene a significar algo así como “Padre de la nuez” o “el
vende-nueces”.
[2] Se
trata de los cuatro primeros califas, sucesores del Profeta a la cabeza de la
Comunidad Islámica, considerados como, después de Muhammad, "los mejores
de entre los hombres", al menos para los sunníes.
[3]
Monedas de oro.
[4]
Se refiere a "las abluciones y las plegarias". Otmân, con su peculiar
lenguaje, siempre que se refiera a abluciones y plegarias empleará estos
términos: balbuciones y pringarias.
[5]
Se refiere al lett de Damasco; la maza que siempre lleva Baïbars consigo
y que tanto asusta a Otmân.
[6]
El mihrâb es un nicho que hay en todas las mezquitas y que indica la dirección
en que se halla La Meca.
[7]
La Fâtiha es la azora de apertura de El Corán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario